martes, 14 de abril de 2020



                                         Blanco y negro

                                                Goya

En esos cabellos peinados meticulosamente como si las personas que los usaran fueran para una homilía, proyectan en mí el brillo y la intensidad de unas ganas enormes de seguir viviendo en el pasado. Los rostros angelicales de damas hermosas de diversas nacionalidades que despliegan esas voces aterciopeladas, hacen recordar tiempos mejores que uno jamás vivió o tiempos peores que, despiertan un poco de lástima por no haberlos vivido. Hay misterio en esa dualidad cromática, hay una delicada finura de la imagen, capaz de reconstruir mundos paradisiacos que pudieron provenir del odio más oscuro que los seres humanos construyeron algún día. Los besos eran más una demostración de poder que un acto de amor, al menos que el amor se expresara de manera rústica, con los brazos aferrando esos suaves contornos de damiselas en aprietos, o con los labios engarzados en un rictus de posesión infernal más que en una demostración de amor entre dos personas. Los objetos hablan, las cosas quieren salirse del cuadro, los colores cedieron su fulgor a la elegancia del blanco y negro. Imaginar cómo fueron aquellos tiempos a la luz de medio siglo pasado, es un acto masoquista. Afuera la tierra se la comían los nazis, las gentes vivían con la incertidumbre de un porvenir pesimista por una economía endeble y porque el corazón humano una vez más demostraba su enorme flexibilidad. Si las imágenes a la luz de la tecnología presente, parecen torpes, si las poses y el lazo moral, hacen de esas representaciones, ingenuas demostraciones estéticas, los contenidos responden a la más perpleja actualidad. Esos actores y esas actrices nos hablan al oído como si estuvieran vivos aún, como si el tiempo se hubiera detenido ahora y para siempre, como si las almas de los hombres no hubieran cambiado un ápice. Esos personajes duros y necesitados de afecto que requerían un salvavidas, entregaban sus afectos en pleno, pero también arrojaban al demonio a cualquiera que hubiera osado ofender sus principios morales. En esa inocencia de movimientos, en esos personajes más bien perimetrados como un cerco perfectamente medido, surgían demostraciones de ternura sin par. Ver una película de la época dorada de Hollywood es un acto de amor. Es dejar que ese dejo romántico que algunos llevamos dentro nos acoja con toda su fuerza y nos restregué contra el piso, mientras recordamos que esos hombres y mujeres que nos interpretan historias, podrían encontrarse caminando en cualquier recodo del camino. Howard Hawks camina por ahí, John Ford aún dirige sobre su silla de cuero, Joseph Mankiewicz sigue cruzando historias de damas atormentadas por su pasado, Hitchcock continúa jugando con las ansiedades de un público imaginario. El poder de la imagen ha hecho que los jovencitos rechacen ciertas imágenes. Las desechan como si del cuerpo expulsaran grandes reservas de comida. La imagen se ha tornado forma sin voz. El contenido y los mensajes enviados son prescindibles entre la acumulación de supercherías publicitarias. La imagen es compromiso, un pacto a muerte con el hombre que ha vuelto del pasado para quedarse o que nunca se ha ido y sigue habitando nuestros más íntimos universos. Cuánta emoción despierta la imaginación de ver en directo los ojos violeta de Elizabeth Taylor, qué expectativa crea un posible encuentro con esa diosa de mirada perfilada de Greta Garbo sin saber que tal vez mientras miraba lo estaría juzgando a uno, o qué inquietud produciría esas palabras férreas de Charles Laughton. Cuánta riqueza se ha perdido. El olvido se nos ha empotrado en la piel como un animal come carne que no podemos zafar.  La memoria es un consuelo, pero la pérdida de realidad que se ha llevado la muerte nos ha hecho perder tesoros invaluables: risas, impresiones, vivencias personales, temores, afectos, necesidades de ver, provocaciones carnales, conmiseraciones, cuerpos, talles, inseguridades, todo aquello que nos da la vida presente, esa que nos hace formar una idea de los que se encuentran conmigo.  Para que entre el hombre que contagia todo su soplo vital en mí y la obra que ha enfervorecido mi lama hubiera una suerte de parámetro. Mis ansiedades tendrían un destino manifiesto, un sitial para reposar en mi necesidad de conservar el sueño.

miércoles, 8 de abril de 2020




                                                                  El marfil y la sangre


                                                    Cuadro de Henry Fantin-Latour

¿Qué motivos ocultos han podido romper el corazón de un hombre de genio que vivió por el suave aliento de las musas en una época de fervorosa creación poética para convertirlo en un aventurero rapaz? Arthur Rimbaud se embarcó en un navío extraño durante la segunda parte de su vida, cazando elefantes en Africa, comerciando con piedras preciosas en Somalia, amasando una pequeña fortuna entre las braguetas de sus pantalones por miedo a que la pobreza lo cogiera nuevamente por los hombros como lo había hecho en sus años pueriles y lo zarandeara como lo hizo con los miles de indigentes citadinos que vio en los cafés parisinos donde Baudelaire escribía ebriamente los poemas que tanto le apasionaban. Esa mirada febril entre las órbitas de sus imponentes ojos azules se tornó marrona, como el barro que lo revolcó en su natal pueblito de mierda, por donde paseaba masticando esos versos vertiginosos de su temporada en el infierno, de donde salió un día para quedarse definitivamente en el mundo. Lo otro tan sólo fue una pequeña anécdota. Se sentía superior, su imaginación fue canalizada en el fulgor de sus dedos listos para disparar a una bestia salvaje en los confines del mundo. ¡Qué desperdicio! El mundo se privó de unos cuantos versos memorables por la rebeldía irracional de un loco que impregnaba de palabras el aire. Su respiración adrezó con perlas poéticas ese mundo revolucionario donde los obreros se agolpaban tras las barricadas en la Comuna de París. Hemos perdido los cantos delirantes de un vagabundo bendecido por la belleza de las palabras. Esos atardeceres de Amberes o los crepúsculos del alba en el Mediterráneo, las imponentes visiones de la nebulosa Oslo, con los pies adormecidos de tanto caminar de pueblo en pueblo, de país en país, sabiendo que ninguna patria le pertenecía. Rimbaud es extranjero del mundo exterior. Su inconmensurabilidad se encuentra localizada en el interior de un alma enferma de muerte desde su mismo nacimiento. En las afelpadas manos de Verlaine descubre un remanso, pero también se da cuenta de que los poetas europeos pertenecían a un círculo errático de estrellas vencidas por su propio ego. No es hijo de nadie, ni siquiera de su madre que corre presurosa, apenas llega el cadáver de ese hombre encanecido por el tiempo, a sepultarlo rápidamente para borrar toda huella de sacrilegio. Ese hombre apuñalado por el destino se zambulle en su elemento vital, la única cura para sus dolencias: la muerte. Es difícil imaginar tanta grandez en tan pequeño recinto de carne y huesos que le tocó en suerte. Rimbaud es un profeta de los tiempos que transcurrieron y que han llamado modernidad. Con él se avecinan muchas muertes. Las de los hombres y las mujeres que han sido envueltos por el manto negro del capitalismo. Su vida y su obra son un hermoso destello en estos tiempos de oscuridad. Como dice  Henry Miller, habitamos un tiempo de asesinos, en donde las quimeras han muerto. La transparencia de la poesía se ha encontrado con un férreo muro de piedra, atribulada de perversas tangibilidades.