Blanco y negro
Goya
En esos cabellos peinados meticulosamente como si las personas que los usaran
fueran para una homilía, proyectan en mí el brillo y la intensidad de unas
ganas enormes de seguir viviendo en el pasado. Los rostros angelicales de damas
hermosas de diversas nacionalidades que despliegan esas voces aterciopeladas,
hacen recordar tiempos mejores que uno jamás vivió o tiempos peores que, despiertan
un poco de lástima por no haberlos vivido. Hay misterio en esa dualidad
cromática, hay una delicada finura de la imagen, capaz de reconstruir mundos
paradisiacos que pudieron provenir del odio más oscuro que los seres humanos
construyeron algún día. Los besos eran más una demostración de poder que un
acto de amor, al menos que el amor se expresara de manera rústica, con los
brazos aferrando esos suaves contornos de damiselas en aprietos, o con los
labios engarzados en un rictus de posesión infernal más que en una demostración
de amor entre dos personas. Los objetos hablan, las cosas quieren salirse del
cuadro, los colores cedieron su fulgor a la elegancia del blanco y negro. Imaginar
cómo fueron aquellos tiempos a la luz de medio siglo pasado, es un acto masoquista.
Afuera la tierra se la comían los nazis, las gentes vivían con la incertidumbre
de un porvenir pesimista por una economía endeble y porque el corazón humano
una vez más demostraba su enorme flexibilidad. Si las imágenes a la luz de la
tecnología presente, parecen torpes, si las poses y el lazo moral, hacen de esas
representaciones, ingenuas demostraciones estéticas, los contenidos responden a
la más perpleja actualidad. Esos actores y esas actrices nos hablan al oído
como si estuvieran vivos aún, como si el tiempo se hubiera detenido ahora y
para siempre, como si las almas de los hombres no hubieran cambiado un ápice. Esos
personajes duros y necesitados de afecto que requerían un salvavidas,
entregaban sus afectos en pleno, pero también arrojaban al demonio a cualquiera
que hubiera osado ofender sus principios morales. En esa inocencia de movimientos,
en esos personajes más bien perimetrados como un cerco perfectamente medido,
surgían demostraciones de ternura sin par. Ver una película de la época dorada
de Hollywood es un acto de amor. Es dejar que ese dejo romántico que algunos
llevamos dentro nos acoja con toda su fuerza y nos restregué contra el piso,
mientras recordamos que esos hombres y mujeres que nos interpretan historias, podrían
encontrarse caminando en cualquier recodo del camino. Howard Hawks camina por
ahí, John Ford aún dirige sobre su silla de cuero, Joseph Mankiewicz sigue
cruzando historias de damas atormentadas por su pasado, Hitchcock continúa
jugando con las ansiedades de un público imaginario. El poder de la imagen ha
hecho que los jovencitos rechacen ciertas imágenes. Las desechan como si del
cuerpo expulsaran grandes reservas de comida. La imagen se ha tornado forma sin
voz. El contenido y los mensajes enviados son prescindibles entre la
acumulación de supercherías publicitarias. La imagen es compromiso, un pacto a
muerte con el hombre que ha vuelto del pasado para quedarse o que nunca se ha
ido y sigue habitando nuestros más íntimos universos. Cuánta emoción despierta
la imaginación de ver en directo los ojos violeta de Elizabeth Taylor, qué expectativa
crea un posible encuentro con esa diosa de mirada perfilada de Greta Garbo sin
saber que tal vez mientras miraba lo estaría juzgando a uno, o qué inquietud
produciría esas palabras férreas de Charles Laughton. Cuánta riqueza se ha
perdido. El olvido se nos ha empotrado en la piel como un animal come carne que
no podemos zafar. La memoria es un consuelo,
pero la pérdida de realidad que se ha llevado la muerte nos ha hecho perder
tesoros invaluables: risas, impresiones, vivencias personales, temores,
afectos, necesidades de ver, provocaciones carnales, conmiseraciones, cuerpos,
talles, inseguridades, todo aquello que nos da la vida presente, esa que nos hace
formar una idea de los que se encuentran conmigo. Para que entre el hombre que contagia todo su
soplo vital en mí y la obra que ha enfervorecido mi lama hubiera una suerte de
parámetro. Mis ansiedades tendrían un destino manifiesto, un sitial para
reposar en mi necesidad de conservar el sueño.