miércoles, 8 de abril de 2020




                                                                  El marfil y la sangre


                                                    Cuadro de Henry Fantin-Latour

¿Qué motivos ocultos han podido romper el corazón de un hombre de genio que vivió por el suave aliento de las musas en una época de fervorosa creación poética para convertirlo en un aventurero rapaz? Arthur Rimbaud se embarcó en un navío extraño durante la segunda parte de su vida, cazando elefantes en Africa, comerciando con piedras preciosas en Somalia, amasando una pequeña fortuna entre las braguetas de sus pantalones por miedo a que la pobreza lo cogiera nuevamente por los hombros como lo había hecho en sus años pueriles y lo zarandeara como lo hizo con los miles de indigentes citadinos que vio en los cafés parisinos donde Baudelaire escribía ebriamente los poemas que tanto le apasionaban. Esa mirada febril entre las órbitas de sus imponentes ojos azules se tornó marrona, como el barro que lo revolcó en su natal pueblito de mierda, por donde paseaba masticando esos versos vertiginosos de su temporada en el infierno, de donde salió un día para quedarse definitivamente en el mundo. Lo otro tan sólo fue una pequeña anécdota. Se sentía superior, su imaginación fue canalizada en el fulgor de sus dedos listos para disparar a una bestia salvaje en los confines del mundo. ¡Qué desperdicio! El mundo se privó de unos cuantos versos memorables por la rebeldía irracional de un loco que impregnaba de palabras el aire. Su respiración adrezó con perlas poéticas ese mundo revolucionario donde los obreros se agolpaban tras las barricadas en la Comuna de París. Hemos perdido los cantos delirantes de un vagabundo bendecido por la belleza de las palabras. Esos atardeceres de Amberes o los crepúsculos del alba en el Mediterráneo, las imponentes visiones de la nebulosa Oslo, con los pies adormecidos de tanto caminar de pueblo en pueblo, de país en país, sabiendo que ninguna patria le pertenecía. Rimbaud es extranjero del mundo exterior. Su inconmensurabilidad se encuentra localizada en el interior de un alma enferma de muerte desde su mismo nacimiento. En las afelpadas manos de Verlaine descubre un remanso, pero también se da cuenta de que los poetas europeos pertenecían a un círculo errático de estrellas vencidas por su propio ego. No es hijo de nadie, ni siquiera de su madre que corre presurosa, apenas llega el cadáver de ese hombre encanecido por el tiempo, a sepultarlo rápidamente para borrar toda huella de sacrilegio. Ese hombre apuñalado por el destino se zambulle en su elemento vital, la única cura para sus dolencias: la muerte. Es difícil imaginar tanta grandez en tan pequeño recinto de carne y huesos que le tocó en suerte. Rimbaud es un profeta de los tiempos que transcurrieron y que han llamado modernidad. Con él se avecinan muchas muertes. Las de los hombres y las mujeres que han sido envueltos por el manto negro del capitalismo. Su vida y su obra son un hermoso destello en estos tiempos de oscuridad. Como dice  Henry Miller, habitamos un tiempo de asesinos, en donde las quimeras han muerto. La transparencia de la poesía se ha encontrado con un férreo muro de piedra, atribulada de perversas tangibilidades.

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