Los reyes del mundo
De Laura Mora Ortega
Han cambiado los actores, pero el conflicto persiste, del mismo modo y en los
mismos territorios. El cine que ha intentado mostrar esas realidades, en buena parte
ha enfocado su mirada en situaciones problemáticas en las que los jóvenes se
encuentran inmersos, porque no son protagonistas de un conjunto de sucesos a los
cuales han sido arrastrados sin poder determinar el curso de esos
acontecimientos, en su mayoría violentos. “Los reyes del mundo” de la directora
nacida en Medellín, Laura Mora Ortega, continúa con esa tendencia que es producto
de las condiciones sociales de nuestro país, pese a los esfuerzos de algunos líderes
políticos de lograr una paz estable y duradera.
Esta obra cinematográfica ha recibido varios reconocimientos nacionales e
internacionales, incluida la Concha de Oro en el Festival de Cine de San Sebastián,
en España. Su galardonado paso por el mundo es un esfuerzo estético importante
de una mujer que ha querido mostrar la génesis del conflicto colombiano: la
tenencia de la tierra. Los protagonistas de esta película son: Carlos Andrés Castañeda, Davison Flórez,
Brahian Acevedo, Cristian Campaña y Cristian
David Duque, cinco actores
naturales que representan a cinco muchachos que salen de los extramuros
de Medellín, debajo del metro, para emprender un viaje que busca llegar a
Nechí, Bajo Cauca Antioqueño, con el fin de recibir por parte del Estado un
pequeño predio que ha sido devuelto después de un despojo paramilitar, por
medio de una sentencia judicial, luego de que la abuela de Ra, se la dejara en
herencia. A la usanza de los road movie todo en el camino es una
turbulencia de acontecimientos que dejan varias enseñanzas que convergen en la
misma desazón, el hecho de que en Colombia no existe equidad. Ni la justicia ni
la misma sociedad han emprendido un esfuerzo conjunto de equilibrar el modo de
vida de los ciudadanos que habitamos el mismo país.
La película
teoriza visualmente con la mezcla de felicidad y crueldad. La primera es una
consecuencia de la segunda. Los personajes buscan paliar el dolor en los juegos
que se inventan fruto de la compañía y de la necesidad de evaporar las penas
con sus energías arrojadas al viento hasta que la tormenta llegue y se lleve tanta
efusividad. Algunas escenas son condescendientes con el sufrimiento como el
juego con las vacas que sueltan en medio de las mangas quebradas de esa
Antioquia atrapada por los señores de la tierra, o los abrazos de las meretrices rurales que aprietan a esos jóvenes
en busca de consuelo, albergados en una casa desvencijada, con una bandera
arqueada y descolorida y un escudo escuálido que cuelga de un pórtico estrecho,
o esa hermosa secuencia del baño con manguera que trae el agua purificadora,
con un fondo montañoso, mientras los cuerpos de estos niños se solazan a la
intemperie. Y son los más humildes quienes les tienden la mano en ese penoso
transitar por carreteras zigzagueantes, prendidos de las tractomulas que
arrastran esas bicicletas desvencijadas. El anciano enjuto que los recibe en su
humilde morada, les comparte un poco de comida y su techo y además les advierte
sobre los peligros de aquel paisaje, gobernado por seres poderosos que pueden
aparecer de pronto; como una especie de eremita se posa sobre lo alto de la
colina para mostrarles el río que deben cursar para llegar a su destino. Mientras aquellas
personas que tienen algunas posesiones, haciendo funcionar la economía del
territorio los desplazan, los segregan como parte de la dinámica productiva que
los marginados no operativizan. Los hacendados los secuestran y los expulsan
como parte de una política de ablandamiento social, haciendo uso de la fuerza
física. Los dueños de la discoteca donde los jóvenes se embriagan saltando y bailando,
los expulsan, les hacen saber que quienes mandan en aquel sitio son los
lugareños y nada puede alterar el orden del territorio.
Finalmente, la
funcionaria de la oficina de restitución de tierras transmite el mensaje estatal
de inoperatividad. Ra, no puede entender la ineficacia de tanta tramitología
ante un hecho que para él es evidente, su abuela lucho toda la vida por ese
pedazo de tierra para que ahora no le reconozcan su derecho de habitarla como
heredero natural, luego de que los paramilitares se la arrebataran con el fin
de explotar el oro.
El mundo onírico
de Ra es una necesidad espiritual que lo evade o le permite luchar con esa
realidad tan envolvente. Su caballo blanco aparece en un lote entre dos calles
de Medellín y detrás de un árbol de la rivera o en un sueño que impregna de
misticismo la realidad de las calles de esa ciudad donde se ha naturalizado la
violencia.
La película es una
desenvoltura de sentimientos, de deseos insatisfechos propios de una voluntad
edénica que no entiende de burocracia ni de razón instrumental. La única razón
válida es el derecho natural de su abuela de poseer la tierra de la que fue
expulsada. La conciencia de que la vida es efímera no mide el peligro. Por eso
las peleas a puñal de aquellos jóvenes por una o por otra razón. Ra, Sere, Nano, Winny y Culebro son cinco
jóvenes marginados que solo se tienen entre sí. Ahí vive la grandeza del gran
Víctor Gaviria con sus películas. Esos jóvenes son víctimas de la exclusión de
la sociedad, que sufren el racismo, la marginación política y económica, que
han aprendido a sobrevivir en la calle por el abandono estatal delegada por
padres y madres ausentes. Su naturaleza
ha sido moldeada por el contexto en el que han vivido desde su nacimiento. Ese
es su mundo.