jueves, 19 de noviembre de 2020

 

Adentro


Escher


Mudamos de piel tan rápidamente que no nos damos cuenta cuándo pasó. Sin embargo, hay años que se pasan conviviendo con la miseria y la ruindad de los otros. Esos son los más duros y no entiende uno cuál es el sustrato de los logros humanos. Pasamos por una calle oscura, y en medio de la lluvia nos detenemos a pensar que tal vez, vivimos un castigo inmerecido por las culpas de otro que engendró una vida sin que esta se lo pidiera. En todo caso, la vertiginosidad del tiempo no admite reproches ni queja frente a las circunstancias. No hay tanta selectividad en el mundo como algunos creen. Quienes han conseguido dinero forjándose un presente exitoso no deben jactarse de nada; quienes, con el transcurso de los años, apenas tienen para comer, tampoco tienen muchos argumentos para flagelarse. Quienes esgrimen su fortuna económica para diferenciarse de los otros saben poco o no saben que lo efímero de la vida no admite distinciones; que la mortalidad de los hombres y mujeres que poblamos esta tierra nos iguala en posesiones.

Pero hay algo más complejo que las explicaciones monetarias para entender por qué una existencia tiene este o aquel talante. El espesor de la vida no es matemático, tiene miles de derivas que nos hacen perder el camino y la mente humana apenas puede percatarse de algo. Pero no hay camino. Habitamos el mundo sin saber nada. La ciencia se ha enriquecido con su pantomima de verdad cuando no tiene la más mínima idea de por qué suceden las cosas. Y cuanto más transita por el sendero de la razón más se da cuenta que indagar es un nuevo comienzo sin norte ni horizonte de modo tal que ha entretenido a miles de hombres buscando respuestas imposibles para dudas imposibles. Hemos inventado la filosofía para que el tedio no nos termine de aniquilar.

Lo cierto es que al hombre común, que somos todos, le pasan cosas que es mejor no tratar de explicar. Que mejor se queden ahondando en el misterio, que las luces no lleguen para encandilar la calidez de una oscuridad que nos mantiene vivos. El asomo de explicaciones que los resuelvan todo es una amenaza de la tranquilidad humana. Ese hombre común llega a una esquina oscura, la lluvia lo salpica sin contemplación y su estómago pide ingesta para sobrevivir esa noche porque mañana tendrá sus propias preocupaciones. Las necesidades se renovarán como la esperanza que no tiene, de que en algún momento la suerte condescienda ese engendro de exhalaciones irregulares que el viento habrá de llevarse pronto. De esos momentos convergentes, se extrae la dulzura del universo.  De esa soledad infligida por esas mismas circunstancias surgen pensamientos e ideas que se confunden buscando respuestas, pero sin pensar en que algún día las habremos de conseguir. Porque los enigmas permiten mantener la tensión en el alma del hombre. El sufrimiento es una flor inmarcesible que mantiene viva la necesidad de seguir viviendo.

Por eso la decisión de plegarse o no a la corriente es la decisión más trascendental de una persona. Los padres van marcando el ritmo de una vida, delineando un perfil que muchas veces no concuerda con la sensibilidad de un alma que emerge al mundo. Arruinan sueños con compendios de normas que no tienen la más mínima conectividad con alguien que apenas va formando su propio reconocimiento. En el desencadenamiento de lo cotidiano echamos a perder a los niños y niñas con dictados que fijamos arbitrariamente sin escucharlos primero. Proyectamos nuestras energías en las ondas vibracionales de un pequeño que se obnubila con los otros. Si hay amor en el mundo, dejemos que el cauce de la naturaleza esculpa sus deseos en las ansiedades y obsesiones de los que llegan. Que la cultura no imponga su huella poderosa sobre quienes no saben si quiera cómo afirmarse en el piso.

Es importante que el silencio haga su trabajo en nosotros sin interrupciones malsanas que derraman los vicios de la cultura contemporánea. La soledad es una aliada incondicional que puede marcharse para siempre si no contemplamos su halo, si no la mimamos como los mejores amantes en medio del ruido.  Las voces internas se activan con la tranquilidad de una mañana mojada o en la contemplación mística de un paisaje en la ladera de un monte virginal. Allí se encuentra ubicada la belleza, sin matices ni puntos medios. Solo la pura belleza que espera mientras nosotros la buscamos. La vulgaridad de las obligaciones se vuelve más vulgar cuando desperdiciamos el tiempo buscando riqueza objetual, cuando reemplazamos la metafísica de los sueños por los sueños de la física económica.

La poesía nos alienta como seres terrígenos, salidos de las mismas entrañas del universo. Cuando retornamos del mercado al patio de nuestra casa sentimos alivio y no lo confesamos por temor a parecer demasiado naturales. La procacidad de lo sencillo es la única esperanza de recobrar nuestro ser. La libertad no es un artículo que podamos comprar en el mercado. Debemos esperar su llegada y mientras ello ocurre, se hace necesario vivir con simpleza. El bien más preciado para cualquier ser vivo es la paz. La tranquilidad del alma es el reflejo de ella. Ni la guerra más atroz puede perturbarla cuando se han aminorado las perturbaciones que producen los efectos exteriores, en estos días, tan difundidos por el dinero y los medios masificados.

El acto de juzgar es una proyección de nuestros vacíos. La experiencia del otro es un acto irrepetible, por tanto, irreprochable. La sociedad ha creado mecanismos de control para mantener la convivencia entre iguales. Pero somos desiguales. Reprimimos comportamientos que nos repudian por no obedecer a los parámetros del éxito social.  La vida de un indigente no tiene la más mínima tacha si en ello, esa persona encuentra su ser. Del alcohólico y del drogadicto no percibimos un rastro de felicidad sin saber que cada uno se aferra al más pequeño de los anzuelos para no naufragar en su intento de seguir viviendo.

Así, en la pura contemplación del interior, cuando miramos esa esquina solitaria sobre una calle mojada, rendimos tributo a la plena liberación del alma. En esa soledad placentera que aloja preguntas que nunca obtendrán respuesta se haya parte de la felicidad. La incertidumbre de no saber qué pasará mañana es la puerta de entrada al sueño. Seguir soñando con opciones abiertas entraña posibles nuevas experiencias. Pero no asegura que esa nueva realidad sea mejor que la anterior.

 

viernes, 13 de noviembre de 2020

No le dije

 

No lo sabías, nunca te lo dije, nunca dijimos nada sobre eso. Estoy seguro que pensabas que no te quería lo suficiente y tú querías hacer algo para remediarlo, pero no, yo nunca di el brazo a torcer. Entablé una lucha con los otros, peor aún con los pocos otros que me querían mucho. En el fondo esa lucha era conmigo mismo, por ego, por odio, por resentimiento, por cobardía, por absoluta estupidez. Me empeñé en no hablarte, en no decirte nada, en no abrazarte, ni en besarte, en seguir encerrándome en mis propias cuitas sin saber o sin querer saber que había alguien que me extrañaba, esperando en mi casa, mientras yo discutía sobre Borges o sobre literatura latinoamericana o sobre Uribe o sobre las miserias humanas, notando poco, a veces, que el miserable era yo. Tanta complejidad emocional me hizo el centro del mundo alrededor del cual giraban los otros. Me lo creí. Lo cierto es que los demás notaron apenas mi presencia. Y tú, mi querida madre, palpitabas mi ausencia como si en cada latido tuyo se te fuera la vida.

Te veía detrás del vidrio de la pared superior en esa casa eterna, la que construiste con las manos de mujer que se la pasó lavando ropa y limpiando la mierda de las familias pudientes de esa gran ciudad conservadora y atípica dentro de lo típico de mi país. Me veías desde allá, bajabas la cortina y te retirabas lentamente para que yo no percibiera del todo tu espera. Y yo llegaba y desenvainaba el ritual que atesoraba en esas largas caminatas nocturnas, por las calles mojadas de un pequeño pueblo al que llaman ciudad. Ese ritual consistía en pegar mis ojos a la pantalla de un computador para ver una película de algún director icónico de esos que llaman artista.  Y tú  acompañabas  mi costado, me acompañabas, encima de una silla de comedor viejo, en tanto comíamos un poco. Afuera, recuerdo, las gotas de lluvia ensañándose contra los techos, las familias dormían y los carros alisaban el asfalto. Te sentía masticar la comida sin ponerle mucho cuidado a lo que las imágenes distantes te proporcionaban; lo tuyo era estar al lado mío, sentirme vivo, compartiendo algo contigo. Y yo te explicaba las escenas, con algo de dedicación.

Con el tiempo fui aminorando mi resentimiento exprimido en grandes dosis de mal humor y frases altisonantes que más de una vez te ofendieron, te hicieron despertar tu temperamento variable inmerso en un carácter gentil y flexible. Intentabas meterte en tu valentía con las palabras y con tus actitudes, pero la fragilidad permanente finalizaba con una lágrima o con el llanto decidido. Me sentía culpable e intentaba paliar eso con alguna frase tibia de modo que terminabas por subir de ánimo y te adherías a mi compañía como si fuera la última oportunidad de no perder el viaje.

Creo que mis periodos de ensimismamiento los entendías muy bien. Intentabas respetármelos, pero algún sonido o un gesto se te escapaban. Estabas a punto de abrazarme o de decirme algo para aliviar esa pena en mí. Pero no. No era pena, era orgullo de hombre consagrado al egoísmo. No puedo decir qué es. He sentido lo mismo, lo he pensado todos los días de mi vida, pero no doy con la respuesta.  Unos años después, en la última etapa de nuestra convivencia, relajé mi postura hacia ti, me volví más consciente del regalo de tenerte viva, respirando juntitos ese aire que nos unía. Con ello, expié un poco mis culpas. No. Aprendí a darte algo mío. Yo mismo. Sentir que era tuyo y hacerte ver que tenías un hijo que te quería. Eso fue lo mejor que pude hacer.

Con las palabras no puedo abarcar todo lo que percibí. Ahora lo pienso y esto es un recuerdo. Miles de veces más pobre que aquellos momentos presenciales, con tu cuerpo cerca al mío, con las palabras trepidando y entrecruzadas en un diálogo nuestro. No te preocupes, ahora estás en un descanso insensible. Libre. Yo me encuentro preso de ese recuerdo tuyo. Pero la prisión cada vez se hace más cruda por los remordimientos que no me abandonan y se meten dentro como un animal feroz. Debo vivir con eso. Ese quizás es mi castigo.