viernes, 13 de noviembre de 2020

No le dije

 

No lo sabías, nunca te lo dije, nunca dijimos nada sobre eso. Estoy seguro que pensabas que no te quería lo suficiente y tú querías hacer algo para remediarlo, pero no, yo nunca di el brazo a torcer. Entablé una lucha con los otros, peor aún con los pocos otros que me querían mucho. En el fondo esa lucha era conmigo mismo, por ego, por odio, por resentimiento, por cobardía, por absoluta estupidez. Me empeñé en no hablarte, en no decirte nada, en no abrazarte, ni en besarte, en seguir encerrándome en mis propias cuitas sin saber o sin querer saber que había alguien que me extrañaba, esperando en mi casa, mientras yo discutía sobre Borges o sobre literatura latinoamericana o sobre Uribe o sobre las miserias humanas, notando poco, a veces, que el miserable era yo. Tanta complejidad emocional me hizo el centro del mundo alrededor del cual giraban los otros. Me lo creí. Lo cierto es que los demás notaron apenas mi presencia. Y tú, mi querida madre, palpitabas mi ausencia como si en cada latido tuyo se te fuera la vida.

Te veía detrás del vidrio de la pared superior en esa casa eterna, la que construiste con las manos de mujer que se la pasó lavando ropa y limpiando la mierda de las familias pudientes de esa gran ciudad conservadora y atípica dentro de lo típico de mi país. Me veías desde allá, bajabas la cortina y te retirabas lentamente para que yo no percibiera del todo tu espera. Y yo llegaba y desenvainaba el ritual que atesoraba en esas largas caminatas nocturnas, por las calles mojadas de un pequeño pueblo al que llaman ciudad. Ese ritual consistía en pegar mis ojos a la pantalla de un computador para ver una película de algún director icónico de esos que llaman artista.  Y tú  acompañabas  mi costado, me acompañabas, encima de una silla de comedor viejo, en tanto comíamos un poco. Afuera, recuerdo, las gotas de lluvia ensañándose contra los techos, las familias dormían y los carros alisaban el asfalto. Te sentía masticar la comida sin ponerle mucho cuidado a lo que las imágenes distantes te proporcionaban; lo tuyo era estar al lado mío, sentirme vivo, compartiendo algo contigo. Y yo te explicaba las escenas, con algo de dedicación.

Con el tiempo fui aminorando mi resentimiento exprimido en grandes dosis de mal humor y frases altisonantes que más de una vez te ofendieron, te hicieron despertar tu temperamento variable inmerso en un carácter gentil y flexible. Intentabas meterte en tu valentía con las palabras y con tus actitudes, pero la fragilidad permanente finalizaba con una lágrima o con el llanto decidido. Me sentía culpable e intentaba paliar eso con alguna frase tibia de modo que terminabas por subir de ánimo y te adherías a mi compañía como si fuera la última oportunidad de no perder el viaje.

Creo que mis periodos de ensimismamiento los entendías muy bien. Intentabas respetármelos, pero algún sonido o un gesto se te escapaban. Estabas a punto de abrazarme o de decirme algo para aliviar esa pena en mí. Pero no. No era pena, era orgullo de hombre consagrado al egoísmo. No puedo decir qué es. He sentido lo mismo, lo he pensado todos los días de mi vida, pero no doy con la respuesta.  Unos años después, en la última etapa de nuestra convivencia, relajé mi postura hacia ti, me volví más consciente del regalo de tenerte viva, respirando juntitos ese aire que nos unía. Con ello, expié un poco mis culpas. No. Aprendí a darte algo mío. Yo mismo. Sentir que era tuyo y hacerte ver que tenías un hijo que te quería. Eso fue lo mejor que pude hacer.

Con las palabras no puedo abarcar todo lo que percibí. Ahora lo pienso y esto es un recuerdo. Miles de veces más pobre que aquellos momentos presenciales, con tu cuerpo cerca al mío, con las palabras trepidando y entrecruzadas en un diálogo nuestro. No te preocupes, ahora estás en un descanso insensible. Libre. Yo me encuentro preso de ese recuerdo tuyo. Pero la prisión cada vez se hace más cruda por los remordimientos que no me abandonan y se meten dentro como un animal feroz. Debo vivir con eso. Ese quizás es mi castigo. 

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