jueves, 10 de diciembre de 2020

 

No te vayas, Henry


Daisy cutter, Tomory Dodge


¿Cómo vivir sin ti? Eres mi todo. No puedo dar un paso sin que en ello estés. Y aun así, te he descuidado siempre; por más que me vaya sin despedirme y luego regrese a pedirte ayuda, tú estás presente, dándome tus manos, sobre todo en los momentos más duros de mi vida. Debería ganarme el premio a la peor hermana de la historia.

Recuerdas cuando, luego de una larga noche de aguardiente y bareta, me abriste tu sombrilla y me llevaste abrigadita hasta mi casa y me acostaste cuidadosamente al lado de mi Karen. Ella estaba dormida sobre su brazo derecho mientras tú me quitabas la chaqueta y vigilabas mi sueño, antes de que incluso me depositaras sobre esas sábanas calientes y me pusiste al lado de ella, la niña; sola porque tú no podías cuidarla esa noche.

Me avergüenzo de todo. De lo que no te he dicho, de lo que te dije y de lo que hice y no hice contigo. Mi querido Henry. Me has protegido sin que yo me lo merezca. Has respirado por mi cuando mis pulmones ya no podían hacerlo por el exceso de humo en ellos. Por eso yo te quiero, por eso te traté de ese modo porque sabía exactamente que tú estarías allí para apartarte de tu familia y salir por esa puerta bajita a recibirme en las calles, en cualquiera de ellas. Y tantas veces te tranzaste en peleas con esos tipos que sólo querían follarme y a ti te daba tanta rabia que no podías contenerte, mi querido Henry. Mi niño, mi hermanito menor y mi padre por ahí derecho, porque el nuestro se fue sin que ambos hubiéramos acariciado siquiera sus manos.  Y a mi madre no la tuvimos mucho tiempo; recuerdas que nos decía tantas cosas, sobre las mismas cosas. Pero ella prefirió el trago por encima de nosotros. Bebía y bebía como si no tuviera más tiempo de tomarse la última copa ¡Oh Henry! Somos tres. Tú y mi niña. No permitas que alguien arruine lo nuestro. No metas a nadie, dile a Teresa que se vaya, que me repugna cómo es, que no quiero que se acerque a mi hija. Recuerdas, Henry, cuando la dejé sobre la silla metálica del paradero de buses. Yo simplemente me fui a peinarme con esos amigotes, y tú me revolcaste como un poseso y yo no podía ni hablar, no me acordaba bien en qué paradero había dejado a mi niña. Entonces recorriste la ciudad entera, preguntando a cada persona por esa niña encogidita y flaquita que tiene los ojos azules como los míos.  Pegaste papelitos en los postes,  los recortaste con esas tijeras mohosas que eran de nuestra madre y con las que algún día intentó rebanarse el cuello cuando nosotros la veíamos hacerlo. Pero tú, mi querido Henry, la llevaste a urgencias y le salvaron la vida. Y lloramos los dos, nos refundimos el sueño en el sufrimiento de estar cerca a esa mujer que no podía ni con su propia alma. Así lo hiciste con mi niña, la hallaste, le tendiste una sábana sobre su cuerpecito frío en esta ciudad de los demonios que me hiela los huesos. Y diste una jugosa recompensa, sacaste la plata de la registradora de tu tienda.  A ti, Henry, no te ha importado la plata cuando es para mí. Tanto que la cuidas de los otros, pero a mí me la regalas como si no te costara nada conseguirla mientras yo me la gasto miserablemente en esas botellas de aguardiente o de ron o de chirinche, lo que sea que me saque de esta mierda. No lo soporto Henry. Me he portado mal y no lo mereces.

No lo mereces. Si creyera en el infierno yo sería otro demonio compitiendo con satanás. Nunca le dijiste. Ella supo lo necesario, que se perdió en un descuido tuyo, después de haberla tenido a tu lado en la casa de tu esposa. Pero te echaste la culpa. Sólo lo sabemos tú y yo. No se lo dijiste ni a ella, esa harpía que no soporto pero que tú adoras, aunque no tanto como me adoras a mí.  Fuiste a la policía y pusiste el denuncio de su pérdida y cuando la conseguiste, mentiste por mí, para salvarme de una investigación y evitar que el ICBF   me quitara la niña. A ella nunca le dijimos. Ella no sabe que la dejé a la vera de una calle, aguantando el frío de esa madrugada en tanto pasaban indigentes metiendo pegante y yo bailaba con esos desechables amigos míos. No sabía nada. Se me quedó allí. Luego me di cuenta que la niña ya no estaba. No creas, Henry, que lo hice a propósito, simplemente se me pasó. Lo importante es que ella se encuentra con nosotros, contigo y conmigo. Ella siente algo. A veces me pregunta por qué tiene la piel fría si hace calor. Las manos le sudan, los pies no los siente y lleva siempre un buso sobre el cuerpo porque no soporta la temperatura. Yo la abrigo, la abrazo, pero evito hablar de eso. Total, ya pasó, Henry.

Pero tú le contaste una historia llevadera para mí, le dijiste que yo estaba trabajando para conseguirle un carrito nuevo porque el que tenía ya no servía para nada. Y mi niña sonríe cada que tú le repites esa historia. Esa es la mejor de mis satisfacciones, porque yo no tuve la culpa. Yo sólo estuve disfrutando con mis amigos, ¿no es verdad, Henry? El tiempo es un enemigo inmanejable. No lo soporto. No te vayas, hermanito. Llévame contigo. No te mueras. No me dejes sola en este mundo. Sólo me complace la compañía de mi niña...su sonrisa y sus grandes ojos azules. No te queda mucho tiempo y te vas. Dejarás un suspiro latente en el aire para que cuando yo no pueda respirar tome una bocanada gratuitamente, mi querido Henry. No se lo diremos. Ella te recordará como su verdadero padre y yo rasguñaré la puerta de mi cuarto con tu recuerdo.

jueves, 3 de diciembre de 2020

 

A solas

                                                           Las tres gracias, Rubens


 

Solemos uniformar las miradas porque nuestros pensamientos también lo son. Debemos actuar de un modo u otro, pero de aquel, porque está lejos. Nosotros los humanos cuando salimos de los predios que nos pertenecen o que reconocemos cercanos estamos seguros, pero si nos alejamos, sentimos una incertidumbre, tan amenazante que reaccionamos volviendo. En esas actitudes esperables se encuentra el origen de nuestro aburrimiento. A veces queremos escapar para explorar nuevas rutas vitales. En serio lo sentimos, palpita dentro nuestro como un imperativo. Ese acostumbramiento a lo mismo se volvió un comportamiento inmodificable por nuestra mirada del mundo.

Es poco frecuente romper con eso. En el silencio, atrapado en el marasmo de la cotidianidad, encontramos momentos exclusivos, llenos de eso que exuda nuestra esencia como singularidad extraviada en el universo y que se hizo común por la convivencia y la masividad de hombres y mujeres existentes en este planeta. Esa concentración arruga la mirada, hiela el corazón hasta el fondo de nuestros recuerdos y nos hace insensibles a la diferencia. Esa singularidad perdida en los confines de la nada es la razón para seguir viviendo. Cuando te encuentras solo y asumes una postura no recurrente y estás observado  por los otros, habrás hallado la marca de la diversidad. Así, como estás, en ese instante de arrobamiento, eres tú. Y si te quedas estático ante un objeto, o algún pensamiento te sorprende en el recodo del camino, la esquina aparece ante ti como un llamado de algo. Los vientos cambian constantemente y son libres por ello. La regularidad de su dirección y la intensidad que aplican al mundo ensancha la costumbre. No obstante, en cada giro de aquel, reside la novedad. La vida en común es una entelequia. Lo que verdaderamente tiene un halo de existencia para uno, es la experiencia concreta, la que recibimos cuerpo a cuerpo, mente a mente, entidad a entidad. Y si te levantas y lloras y te retuerces en el suelo y decides dejar de llorar y pararte y salir de ti y reconciliarte con tus deseos de hacer algo, podrías acercarte un poco a la felicidad que no tienes o que quieres incrementar. Puedes gritar con todas tus fuerzas y correr como un caballo desbocado por las calles sin mirar a nadie, luego regresar caminando e inclinarte ante un perro callejero y sobarle la nuca. Puede ser que en ese acto halles un grado más de liberación o te desestreses y tal vez, no quieras escuchar a nadie sobre lo que haces. En el momento que las opiniones y los comentarios reboten en ti como rebota un deportista sobre el resorte, en ese momento descubrirás cosas que creía no existían en tu interior. Es posible que algún día salgas de la iglesia y te tires a la pila del parque mientras el agua sale por las narices de la gárgola que te mira y sientas el sabor del mal. O rebanes tus faltas llorando a torrentes y no puedas parar. El miedo habrá invadido tu vida de tal modo que la sola idea de salir de tu cuarto, te genere un temblor en las piernas. Siempre tienes una salida. Refugiarte en ti, como un caracol en su caparazón de hierro. Y si ese miedo despierta las ganas que tienes de reír a carcajadas a la orilla de un río, sabrás que tus sentimientos no son catalogables, que clasificarlos, con diferentes niveles de intensidad, te roba el ser. Ese no eres tú. Ese es solo una proyección de los otros en ti.

A veces el alma sale a pasear y encarna en los actos que han permanecido reprimidos por la fuerza del miedo. Si, luego de que tu puente colapse, bailas con tus amigos y los tomas de los codos para aliviar tu pena, te habrás dado cuenta de que algo ha cambiado en ti. Sabrás que la vida también es eso. Rebajar la tensión ante el fracaso es un síntoma de sabiduría que ha sido adquirida por la experiencia, tuya y de otros que dejaron la piel en un proyecto. 

La interpelación al otro, preguntando por los motivos de este o aquel comportamiento sacan respuestas formales, pero no verdaderas. Solo la complejidad del alma que permanece escondida tendría una contestación viable para eso.  Si a los hombres y a las mujeres se les infundieran cargas de independencia tendríamos una mejor sociedad. Consiguiendo que el individuo logre más autonomía, obtendremos una sociedad más libre. El egoísmo de los momentos humanos los vuelve más auténticos.