miércoles, 12 de agosto de 2020

                                  

 

La carta y la lanza

Jorge Abel Carmona Morales

                                      El entierro del Conde de Orgaz, El Greco


La lanza entró por el costado izquierdo. No lo vio venir. Ese soldado fue el último que sintió antes de abandonarse al sueño del fin de la lucha. Esta guerra lo había mellado tanto que no sintió ganas de emprender una nueva batalla, aunque en el fondo sabía que su cuerpo se recuperaría pronto para seguir las órdenes del coronel. Durmió como si no lo hubiera hecho en mucho tiempo; el día anterior soñó que le había salvado la vida al general, y en esa gesta, los compañeros de armas le habían hecho un homenaje que jamás olvidaría. Ahora prefería no atiborrar su mente con imágenes tan diversas.  El sosiego era lo único que añoraba y el silencio de las noches durante su larga estadía en aquel valle, le parecieron un hermoso premio. A Roa lo conocía por referencias de otros soldados que lo habían tenido como compañero de trabajo en Ciénaga, cuando ese monstruo de piedra había aplanado el valle   sin dejar un milímetro de campo libre para que los campesinos sembraran la tierra. Debía matarlo sin que nadie tuviera la más mínima sospecha de quién era su autor intelectual. Al general no podía negarle nada, ni la muerte de alguien que no conocía. Todo era por la patria, todo se definiría entre los dos un mediodía frío como los que suelen sucederse en esa sabana que apenas empezaba a poblarse luego de la agitación de la década pasada. El poeta cantaba los versos más fervorosos del mundo, con toda la gente mirándole y la ciudad repleta de buenas personas al otro lado de la plataforma. Los rascacielos de vidrio le recordaban un templo soñado por uno de sus amigos, un día ya lejano que ni su memoria acertaba en especificar. Los letreros azules corrían por las pantallas y los hombres y las mujeres transitaban por el aire en esas motos alocadas. Llegaría pronto a su apartamento y tomaría ese libro de historia sin mirar a los lados, esperando que el sueño lo catapultase a otra época. Ahora vería que sus coterráneos por fin colonizarían el cielo, saliendo de este minúsculo confinamiento luego de haber agotado los recursos de vida. Los versos elevarían esa historia tortuosa en un canto de buenas razones hasta que esta nueva casa ya no diera más. En ese castillo se habían reunido los soñadores. Proyectaban construir un imperio, partiendo de las cenizas que la guerra había dejado en los millones de habitantes de un país descompuesto. Había que erigir un pueblo, había que edificar un Estado. Se hacía necesario dar esperanzas a quienes ya no la tenían por los avatares de la destrucción. En esta reunión de aforados, el sueño de formar un hogar saludable para los que nunca tuvieron descanso, se le hizo la única misión en su vida. Lo vio en un sueño, supo que esa carta soñada que las musas le habían entregado en una noche apacible, sería el comienzo de este inmenso proyecto. Al despertarse recordaba una a una las palabras. Y a eso se consagró hasta que la muerte lo sorprendió sin que pudiera recitar aquellos versos.


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