lunes, 17 de agosto de 2020

 

En la puerta

Jorge Abel Carmona Morales

                                                                                  La virgen, Klimt

Venían, habían cruzado la cuchilla sin reparar en la agresividad de ese terreno arropado por la lluvia de una noche sin luna. Yo, los divisé desde el patiecito de mi casa, cuando escuché los ladridos del perro y enseguida entré corriendo para avisar a mis padres. Remontaron la montaña y al cabo de unos cuantos segundos, sus botas de cuero ya estaban torturando la madera del piso. Mi hermano se escondió en el hueco que usábamos como caleta cada vez que venían visitantes, sin saber de qué bando porque afortunadamente mi madre y mi padre estaban en orillas políticas distintas, de modo que el liberalismo de mi madre atajaba a los pájaros y el conservatismo de mi madre atajaba a los chulavitas. Por eso mientras que mi padre estuvo en condiciones de salir a la puerta cada vez que llegaban los godos, no tuvimos mayores alarmas. Mi madre siempre los atendía con la comida del campo y con las mercancías que traíamos del pueblo.  Yo en cambio, tenía la costumbre de salir al encuentro de quien solicitara algo, ahora que los cientos de mendigos arribaban a la casa después de recorrer los caminos pedregosos de esa tierra mía. Cuando llegaron preguntaron por “misalvita”. Yo miraba los rostros de los hombres, los vestidos raídos, las escopetas desgastadas, el pelo reseco de tanto recibir el sol tenue y la expresión aturdida sin esperanza alguna.  Ahora lo sé, ese “misalvita” había ganado el duelo a la muerte, por la fortuna de convivir con una mujer arrojada al mundo de rojo que ahora luchaba por el equilibrio de esa conciencia ida. Comieron, bebieron, se fueron satisfechos de tanta hospitalidad, sabiendo que la próxima vez aquel hombre gordo ya no estaría para tener, de una vez por todas, la libertad de acabar con este ejército de liberales. Pero mi padre había muerto la noche anterior. Yacía en una pieza contigua, vestido con el traje de matrimonio, alumbrado con velas y con su cara engrandecida por el espejo del fuego sobre la pared y sin vida y con el corazón quieto, en tanto nosotros teníamos el alma en suspenso por miedo a que nuestras propias vidas se acabaran en aquel momento. Advertidos de todo, nosotros planeamos las palabras, cómo debíamos actuar frente a un ejército de delincuentes que asolaban las veredas, matando a quienes no decían pertenecer al partido de godos. No sé cómo se dieron cuenta, pero sí sabíamos que venían expresamente a dejarnos una amenaza.  En el papel estaba la sentencia. Teníamos 48 horas para despejar la finca. Nada más. La amenaza revivió el miedo que me hacía temblar. Yo siempre lo retuve para evitar una aflicción más. Sobre todo a ella, a quien más vulnerable veía.  Recuerdo la angustia que se reflejaba en la cara de ella. Empacamos. Mi hermano quedó en mi mente como una luz titilante, una advertencia y una esperanza. Mi hermana mayor nos acompañó,   éramos mi hermanita y  yo. Éramos tres, luego de haber sido más. No la vi más. Ignoro si murió en el sanatorio o si tuvo que enterrar a su único hijo, prueba certera de que mi destino no podía sobrepasar la soledad de mi tristeza. Vivo aquí. En una ciudad grande. Vivo aquí, en una casa de madera, en las márgenes de un lugar triste. La nostalgia me embarga y el miedo por regresar nunca se ha ido.

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