En la puerta
Jorge Abel Carmona Morales
La virgen, Klimt
Venían, habían cruzado la cuchilla sin reparar en la agresividad de ese
terreno arropado por la lluvia de una noche sin luna. Yo, los divisé desde el patiecito
de mi casa, cuando escuché los ladridos del perro y enseguida entré corriendo
para avisar a mis padres. Remontaron la montaña y al cabo de unos cuantos
segundos, sus botas de cuero ya estaban torturando la madera del piso. Mi
hermano se escondió en el hueco que usábamos como caleta cada vez que venían visitantes,
sin saber de qué bando porque afortunadamente mi madre y mi padre estaban en
orillas políticas distintas, de modo que el liberalismo de mi madre atajaba a los
pájaros y el conservatismo de mi madre atajaba a los chulavitas. Por eso
mientras que mi padre estuvo en condiciones de salir a la puerta cada vez que
llegaban los godos, no tuvimos mayores alarmas. Mi madre siempre los atendía
con la comida del campo y con las mercancías que traíamos del pueblo. Yo en cambio, tenía la costumbre de salir al
encuentro de quien solicitara algo, ahora que los cientos de mendigos arribaban
a la casa después de recorrer los caminos pedregosos de esa tierra mía. Cuando
llegaron preguntaron por “misalvita”. Yo miraba los rostros de los hombres, los
vestidos raídos, las escopetas desgastadas, el pelo reseco de tanto recibir el
sol tenue y la expresión aturdida sin esperanza alguna. Ahora lo sé, ese “misalvita” había ganado el
duelo a la muerte, por la fortuna de convivir con una mujer arrojada al mundo
de rojo que ahora luchaba por el equilibrio de esa conciencia ida. Comieron,
bebieron, se fueron satisfechos de tanta hospitalidad, sabiendo que la próxima
vez aquel hombre gordo ya no estaría para tener, de una vez por todas, la libertad
de acabar con este ejército de liberales. Pero mi padre había muerto la noche
anterior. Yacía en una pieza contigua, vestido con el traje de matrimonio,
alumbrado con velas y con su cara engrandecida por el espejo del fuego sobre la
pared y sin vida y con el corazón quieto, en tanto nosotros teníamos el alma en
suspenso por miedo a que nuestras propias vidas se acabaran en aquel momento. Advertidos
de todo, nosotros planeamos las palabras, cómo debíamos actuar frente a un
ejército de delincuentes que asolaban las veredas, matando a quienes no decían
pertenecer al partido de godos. No sé cómo se dieron cuenta, pero sí sabíamos
que venían expresamente a dejarnos una amenaza. En el papel estaba la sentencia. Teníamos 48
horas para despejar la finca. Nada más. La amenaza revivió el miedo que me
hacía temblar. Yo siempre lo retuve para evitar una aflicción más. Sobre todo a
ella, a quien más vulnerable veía. Recuerdo
la angustia que se reflejaba en la cara de ella. Empacamos. Mi hermano quedó en
mi mente como una luz titilante, una advertencia y una esperanza. Mi hermana
mayor nos acompañó, éramos mi hermanita y yo. Éramos tres, luego de haber sido más. No
la vi más. Ignoro si murió en el sanatorio o si tuvo que enterrar a su único
hijo, prueba certera de que mi destino no podía sobrepasar la soledad de mi
tristeza. Vivo aquí. En una ciudad grande. Vivo aquí, en una casa de madera, en
las márgenes de un lugar triste. La nostalgia me embarga y el miedo por
regresar nunca se ha ido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario