lunes, 3 de agosto de 2020

Tlön Uqbar Orbis Tertius


Y si mueres otra vez

Jorge Abel Carmona Morales


                                                                                     

Magritte, "Asesino amenazado"

Lo conoció. Lo reconoció en la penumbra de la habitación, desolada y entristecida por ese invierno prolongado que hasta ahora sólo le había removido la nostalgia de vidas pasadas. Pero no. Era la misma vida repetida mil veces o quizás más. La primera vez lo vio temblando de frío, detrás de la mampara azul, sin saber quién era, por qué, en esa recepción de hotel lujoso, no disimulaba su desenfadado estar, ante la contemplación fiscalizadora de los dependientes. Después, tal vez, tres siglos pasaron, cuando lo vio deslizarse por ese tobogán excesivamente zigzagueante, con el pelo recogido, sin que los hombres y mujeres que llenaban aquella piscina gigantesca, se percataran de semejante regocijo. Y así lo siguió viendo, una y otra vez, siempre detrás de un vidrio rugoso o de una pared embutida en alguna esquina de una gran ciudad. O dormido en una cama grande, con señales de un sueño fugaz que llegaba en las tardes o en las madrugadas. Ahora, venía con muestras de un largo forcejeo con el tiempo, con las marcas indelebles de la guerra que lo habían cogido sin percatarse de que ese hombrecillo no tenía la más mínima idea de cómo se mataba a alguien. A pesar de los cambios de época, sus facciones seguían igual, él era ese tipo de hombre que puede encontrarse con uno y sigue siendo igual, por la forma, por su ropa, por sus ademanes, por sus movimientos torpes y sobre todo por esa mirada libre de ambiciones o de miedo o de prevenciones contra los otros. Esa alma pura rejuvenecía cada vez que se encontraba con ella. Y eso, precisamente eso era lo que no le permitía acercarse. Alguna vez estuvo a punto de dirigirle la palabra, en medio de un tiroteo pertinaz que los españoles perpetraron contra los pocos ingleses que habitaron estas tierras manchadas por el oprobio y la falta de humanidad. Como tantas veces, el dolor de un lamento o la pérdida de un ser que no representaba para ella ninguna empatía, le remordía el alma. Con las palabras atrancadas en la boca, decidió contener el caudal de ideas que debía expresarle, ese había sido su destino por los próximos siglos, aunque la desdicha de no vencer el temor de enfrentar esa pasión secreta, terminara por ganarle, terminara por decirle que a un hombre que se ha amado toda la vida, no puede hablársele de cualquier modo. Nunca sucumbió a la ligereza de sus emociones. Con el tedio de los años, se le acumularon las ganas y los recuerdos pero no pudo rescatar su soñada valentía, la de los cuentos de hadas o la de esas historias que vio zurcir a las hermanas Bronte  en su país de ensueño. Allá, en ese corazón carcomido por la desesperanza de no haberse ganado la muerte, se acometió un designio, vivir sin apegos, haciéndole el quite a las emociones, para no involucrarse con quien, en algún momento, habría de padecer la mortalidad. Pero ese muchacho no. Era distinto cada vez, pero su aura seguía siendo la misma. Ante tanta insistencia, su alma desbarajustada optó por construir un pequeño pedestal de confianza en los seres humanos. De tantas muertes y de tantas vidas que pasaron por la suya, era ésta, la que no cambiaba. Tantos seres y tantas personalidades no reblandecieron sus expectativas. Había decidido confiar en sus instintos, pero su espesura de razón, siempre la terminaba poniendo en el lugar preciso, allá donde el porvenir se había convertido en un eterno presente. Una vez, lo vio envuelto en sábanas rojas de modo que no sabía si su sangre se había confundido con aquel color o tal vez, estaba intacto y solo había muerto de muerte natural como las personas normales.  Eso era imposible, vivía y moría por siempre mientras ella vivía todos los días, sin cambio, sin sensaciones nuevas, con la desazón metida en los huesos como una lanza que la hería poco a poco sin terminar de matarla.  Lo reconocía. Era él. Lo olvidaba, pero también recordaba que algo en ella se removía, mientras la silueta intempestiva del joven se le aparecía. Cada nuevo cuerpo no podía dejar de enternecerla, ni el cambio de perspectiva, según el siglo o según la década, de algún milenio perdido en la historia tenía la destreza de ocultarle las entonaciones de aquella sinfonía que componían ese espíritu infinito para ella. Se miraron, sus ojos azules habían destellado bajo el refulgente sol de verano, tal como un día lo habían hecho en esa emboscada católica contra sus hermanos los protestantes en la noche de San Bartolomé. Desfalleció, murió en sus brazos y sus ojos no se cerraron.  El dolor sólo pudo encender un nuevo comienzo. No sintió pena por su ida, sólo sintió que viviría con un solo interés, asistir a su hermoso mancebo en cualquier momento y en cualquier lugar mientras le llegaba cada nueva muerte. A eso se consagraría como una marchante que espera llegar algún día a su destino.


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