viernes, 25 de septiembre de 2020

 En la mañana no

Jorge Abel Carmona Morales

"Autorretrato a los 26", Durero


La distancia entre los dos ya nunca pudo zanjarse porque ni a él le gustaba rectificar y a mí, el esfuerzo para hacerlo me provocaba una terrible insatisfacción. Como todo. Los últimos años, he tenido un temor no muy enfático de emprender algún tipo de empresa, por más leve que sea. Cada circunstancia, me parece, carga con un peso que el mundo ya no soporta. No es que me importe mucho, pero si sigo vivo, es porque algo hay en él que me permite aferrarme, a las cosas y a las personas como si fueran el último aliento de aire en mis pulmones. Lo vi varias veces. En el terminal, en el aeropuerto, en la carretera, en las cafeterías, en mis sueños, pero nunca tuve el valor de dejar mis ansiedades atrás. Nunca quise acercarme para no entablar ningún tipo de intimidad, luego de un rompimiento como el que tuvimos.  Nuestra amistad había soportado las más duras pruebas a lo largo de tantos años, en los que el fracaso rondó nuestras vidas como una ciega costumbre, ensañada en seres solitarios, amantes de los libros y lo suficientemente convencidos de sus cualidades intelectuales como para enfrascarse en arandelas afectivas que parecían rebajar nuestras rutinas. Cuánta devoción encontrábamos en aquellas discusiones, llenas de frases certeras, escogidas de algún pie de página inmortalizado por algún literato. Pero aquella vida sumida en las precariedades más grandes, atiborrada de inexistencias y de dramatismos no confesados pero latentes, me producía una impresión existencial tan profunda, en medio de tantas obviedades de vida, que terminó por ganarse mis afectos. Yo sabía de sus pequeños detalles, cuidados, pasmosos detalles que él guardaba en su memoria   a pesar de que mi sagacidad había dado con ciertos motivos que por personales jamás me atrevía a vulnerar. No podía decirlo, mis palabras dudaban ante la posibilidad de herir susceptibilidades tan próximas a las mías. De esa enorme autosatisfacción de superioridad no quedaban las más pequeñas huellas ante las diatribas que mi amigo experimentaba a diario. Su grandilocuencia, era evidente ante públicos enternecidos o atónitos, pero sus vacíos afloraban sin mucha presión. “De qué me sirve el respeto y la admiración de los otros, si mi vida está sumida en la más completa desdicha”, pensaba. Sus precariedades económicas no se condecían con tanto talento. En el fondo todo era miedo. Ese que se desplegaba ante la asunción de ciertas responsabilidades que gestionaba con la mayor elocuencia posible, pero de las cuales, se desprendían esfuerzos polivalentes que su silueta existencial no estaba dispuesto a enfrentar. La última vez que lo vi, caminaba las calles friolentas de una ciudad acostumbrada a un ruido lastimero que hacía de la gente meros mobiliarios. Eran como muertos en vida que luchan por ganarle un mendrugo de pan al comercio. Mi amigo, miraba las vitrinas con cierto desconsuelo, añorando prendas y cosas, pero pensando el mismo tiempo en un amor lejano, que alguna vez dirigió sus ojos a él, sin mucha convicción. Toda su vida era un conjunto de ansiedades maltrechas que habían quedado en frustraciones constantes. Cada experiencia amorosa no duraba lo que dura una pequeña flor, pero duraba para siempre como si el mundo cupiese en unos pocos segundos y su piel se hubiera transformado en un ser etéreo, carente de materia. Sus días eran eso, una transformación incesante de pequeñas mentiras que se contaba para no morir de decepción. Todo lo que le pasaba a él era único, pensaba, pero lo que les pasaba a los otros, no tenía relevancia. No obstante, esas cosas sencillas para otros, eran experiencias inalcanzables para él. Yo sabía del sufrimiento, lo podía percibir en cada uno de sus ademanes. La calma, amasada a fuerza de perdurar en el engaño de su grandeza, se fue haciendo cuerpo. Lo vi de lejos, me fui apartando de aquella existencia al ritmo de un pequeño vehículo que manejaba otro. Yo prefería disfrutar del paisaje sin entretenerme en eso de conducir una máquina.

Luego no lo vi más. Sabía que estaría pensando, pero, sobre todo, cargando con el peso de su existencia. Porque para él, la respiración era un cúmulo de aire cargado de fastidio mezclado con un poco de esperanza. Pero eso era lo peor, pensé. Ese resquicio de esperanza no terminaba por convencerlo de radicalizar su vida. De apostarle por fin a un esfuerzo o de apostarle a nada. Yo sentía lo mismo, pero mi brillantez intelectual se quedó en las márgenes. Nunca entré, por una especie de miedo también a círculos que me permitieran afilar mis gustos. Terminé sumido en la más artera mediocridad intelectual. Solo salvan mis actitudes el profundo amor por la lectura y el placer de leer ciertas obras, que, a fuerza de escucharlas, quedaron plasmadas en mí. Ahora vivo solo. El pequeño fantasma convive conmigo, me aterra, pero se escapa cuando intento explorar racionalmente aquellas leves percepciones. Sé que mi amigo habita mi casa, lo veo en cada una de las paredes que cubren mi cabeza del mundo. En las noches, cuando un viento helado rodea mi cuarto, siento un aliento lejano. Me absorbe por unos breves segundos, pero el frío de la noche atempera nuevamente mi razón. Sé que estará luchando con el sueño y habrá sucumbido al insomnio como cada vez. Y el día será un lento comienzo para la desesperación. Su fantasma deambulará en mi casa mientras el recuerdo perdure. “Mañana. Si mañana”, se dirá sin convencimiento de nada. Y yo habré remontado la noche con un tranquilo sueño y en la mañana, un intermitente recuerdo me adornará, sabiendo que el pequeño fantasma de mi amigo recorrerá mi vida.

 Las orquídeas rojas

Jorge Abel Carmona Morales


                                                 Jugadores de cartas(1594), Caravaggio

Carlos giró la cabeza por debajo de un hilillo de luz sin que sus ojos tuvieran tiempo de cerrarse nuevamente antes del siguiente parpadeo. La cadencia de su cuerpo se acompasó con el suave bamboleo de un diente de león solitario que desde la izquierda bajaba en ángulo hacia la derecha de la carretera.  Justo antes de posarse definitivamente sobre el áspero asfalto, la mano izquierda de Carlos se ahuecó y el pétalo tocó la piel helada por la lluvia que ya se había desbordado hasta que aquel terminó por deshacerse. Adentro estaba esa opresión fuerte y afortunadamente fugaz que le dislaceraba el pecho desde hacía tanto tiempo.  Decidió caminar en medio del frío de una noche extraña, empujando las piernas como quien avanza con un peso enorme mientras las pequeñas naves aerodinámicas reflejaban su pintura gris sobre las ventanas metálicas de los edificios. Con un poco de nostalgia recordó la callecita de una manzana encumbrada en una ladera metida en las gargantas de una ciudad acostumbrada a la vida nocturna. Pero esta noche no. Esta noche la memoria se tomó sus pensamientos y los moldeó a su antojo. Añoraba el croar de las ranas en el crepúsculo de la tarde, le mordía la conciencia la luciérnaga que había aplastado una noche en cuanto sus padres se habían descuidado preparando el almuerzo campestre. Sus padres eran ambientalistas, pertenecían a una estirpe de hombres que habían jugado con objetos artesanales y preparados para que los niños compartieran el mundo y lo tocaran como se toca el agua para sentir la ilusoria textura de sus moléculas.

A veces tenía recuerdos espontáneos de edificios gigantescos que crecían hacia los lados, pintados con colores claros y por dentro estaban adornados con un mobiliario antiguo. Venían a su mente una alberca clara y un estanque oscuro en medio de un césped muy corto de donde despegaban los cisnes que nadaban en sus aguas como si fueran humanos que disfrutan de una tarde de ocio. A su mente se venían la suavidad de una piel, el aroma floral de un jardín y el sonido incontaminado de las noches de estío que estaba acostumbrado a vivir, solo, en esa soledad autoinfligida como quien toma una vasija de agua y la riega sobre su cabeza.  Pero el recuerdo más nítido era la orquídea roja. Pululaba en su mente como un cuchillo hundiéndose en un trozo de mantequilla vieja. Su fuerza había controlado las noches y algunas horas del día de modo intempestivo, sin tener un poco de piedad de aquel hombre atribulado por sus demonios. Ese hermoso espécimen, con su contorno de formas redondeadas por el tiempo y el agua, llegaba para quedarse hasta que la manía de repetirse terminaba por robarle la calma.

Tenía la sensación de que todo el mundo lo había visto alguna vez en alguna parte o en algún tiempo olvidado por los relojes, pero no en este, porque ahora sentía que no era de ningún lado, menos ahora que los recuerdos se intensificaban con cada aliento, con la suavidad de las formas y de los aromas que llegaban de súbito, cuando el sueño se había hecho menos difuso en la vigilia de todos sus días. Pensó que los hombres y las mujeres que andaban a su alrededor eran viejos conocidos con los cuales solo bastaba un gesto o una mirada para agradecer por su presencia. No era el caso, nadie lo reconocía, ni siquiera las personas cuyos rastros se enfatizaban con más fuerza en su capacidad de reconocimiento.  Atendía a los clientes con la misma familiaridad, pero también con esa desazón que brinda el desconocimiento, la lejanía de no poder intimar con nadie. En cada noche siempre tuvo deseos de hablar. Era como si todo lo que tenía por decir finalmente se quedara atragantado en la boca.

De tantas cavilaciones, las ideas se fueron confundiendo selectivamente hasta que un día pensó. “He olvidado mi tiempo y mi esencia. Los siglos habrán dado, por azar, con este recuerdo. No soy yo el que piensa si no el recuerdo de alguien que me ha transportado a través de los años hasta un año cualquiera”. En esa convicción decidió basar la búsqueda de su sentido en el mundo. No creía en la felicidad, pero si en la posibilidad de entretener la propensión a la infelicidad que habita en cada hombre. Para él, la orquídea roja era el signo de aquella búsqueda infinita. En todas las personas que tuvieran contacto con él estaría una mínima porción de esa felicidad perdida. Sentía que en un siglo extraviado en los confines del tiempo se encontraba un pequeño rastro de su naturaleza.  Su misión era esa. Calmar esa curiosidad existencial que se clavaba cada vez más en su pasmosa frustración.

 Una noche o quizás miles, habían forjado un recuerdo. En la barra del bar, una mujer blanca se había quedado mirándolo, como quien mira un rostro habitual. En la solapa de su abrigo, brillaba el color rojo de esa orquídea que aparecía en sueños y a veces en la realidad.  Otra noche, o tal vez miles, la misma mujer lo miraba de reojo, con esa expresión que tiene un cómplice luego de una experiencia común. Esa mujer resplandecía en medio de las luces del bar con el color azabache que tienen algunas mulatas de los valles andinos, mientras olía tiernamente la orquídea roja. Decidió decir las palabras que tanto había maquinado para expresarle lo que su memoria había construido. A su mente venía la alberca, el estanque y los cisnes, como en la antesala de un viaje de campo, con amigos vestidos con trajes típicos de un siglo anterior. La mirada en el agua, los pantalones manchados por la hierba, y los hombres coqueteando con las mujeres en un tono familiar ambientaban el momento. Jamás podría igualar esa manera de referirse a ellas. No tenía habilidades sociales tan marcadas. Nadie las tenía, las habilidades sociales se habían recluido en las cuatro paredes de apartamentos aéreos, donde la soledad y la huida de la gente se convirtieron en la mejor manera de huirle al peligro de hablar con los otros.  Tal vez hablando con la dama de la orquídea roja pudiera acompasarse con lo que era. En este cuerpo y en este recuerdo, vivían dos almas que contrastaban por el efluvio de sensibilidades encontradas que a veces convergían en el pensamiento. “Eres un hombre de otro tiempo que se ha escapado de su casa para vivir una vida que no le pertenece”, dijo. Pero las palabras iban y venían sin terminar de reafirmarse.

Comprendí que la vida actual, era la proyección de un tiempo diferente, a la cual pertenecía y ahora se confundía con un sistema de creencias distinto, poco afín a su manera de ser. No su pensamiento ni sus deseos correspondían con las aspiraciones de la gente. La necesidad de departir con una voz que vibrara en las paredes del espacio como cuerdas largas que permanecieran en los oídos, se le hacía imperiosa, casi como una premisa. Qué solo había estado estos días, no porque la ausencia de contacto le molestara, si no porque su nueva conciencia se había emancipado de un largo sueño. “Yo no soy esto”, pensaba. Pero lo era. Las aspiraciones que de niño tenía, solo parecían viejos relatos de un siglo de exploraciones y de colonizaciones devastadoras con las cuales no cohonestaba. El vino blanco lo despertó de aquella perplejidad. Y lo tomaba con el deleite de un sediento que ha errado por el desierto sin hallar a nadie durante semanas. “Tu misión ha sido cumplida, has ayudado a unificar el paso de los años para que una nueva cultura reine en todas partes”, escuchó en algún lado. O lo soñó, pero ahora no distinguía en cuál de los muchos estados estaba.  En el alba la rosa roja brillaba menos, pero sus deseos de abrazar a aquella mujer se hicieron más grandes. Quiso demostrar todo su afecto en esos brazos de ámbar que dejaban su espíritu abocado a una confesión. Ella no estaba. Por eso no supo si su noche había sido un despliegue de amor o un largo sueño convertido en recuerdo.

“Ahora he de morir”, pensó. Dejaré este mundo en cuanto mi cobardía de enfrentar el dolor pase. Sabía que morir no era su mayor preocupación porque se había dado cuenta de que los hombres no pertenecían a ningún lugar y menos a un tiempo cualquiera. Habían sido elegidos con precisión para cumplir con una misión de la cual no tenían idea. Sus más mínimas actitudes estaban equipadas con efectos inconscientes que sumadas a los millones de almas que habitan una época y un espacio iban forjando. Lo propio del mundo era la inconciencia. Cada palabra era la elucubración de un motor imperturbable que tenía un propósito. El suyo ya estaba hecho. Qué sacrificio tener que sacrificar un pequeño momento de felicidad siquiera por toda una época de total extrañeza. Por eso se iría con la humillación de entender que aquello que les pasaba a otros había sido fijado por pocos y parte de eso,  pertenecía a un juego maniático sin límite.

 

viernes, 11 de septiembre de 2020

 

Mi sueño de Sócrates

Visión de Apocalipsis, El greco


 Al maestro lo vi por fin luego de mucho tiempo de buscarlo en los libros. Ahora, de frente, venía caminando como si quisiera decirme algo, con piernas reales, con cara rosada y con la respiración agitada. Con cuánto fervor seguía sus lecciones, sin admitir la imposibilidad de hablarle. Esa noche me quedé dormido, sobre la pequeña cama donde reposaban varios textos que había venido estudiando para mis exámenes. Soñé que las letras tomaban formas humanas, arrasando con los hombres y mujeres que aparecían en una autopista y yo omnisciente, seguía detrás del vendaval mientras en la distancia se iba invisibilizando la cara de Sócrates.  Esa misma noche confundí las cosas con el sueño, las formas me tocaban como en un espacio de realidad materializada por las sensaciones.  Lo vi meditar al lado de un ánfora sobre una mesita de piedra donde yacían unos cuantos manuscritos ¿Quién dijo que el maestro no le iba escribir? Solo el tiempo esculpido por la mano del hombre sabe por qué los pensamientos de un sabio no quedaron plasmados en algún papiro o en alguna tela del siglo IV. Sin levantar la cabeza del texto, entendí que sus reflexiones no podían aprehenderse con la mirada, que sólo la mente de alguien que vive bajo la pesada carga de la inteligencia, puede colegir. Era bajo, su barba daba con la mesa, su cabello rizado se definía desordenadamente por el aire. Un esclavo, luego de reverenciar al maestro había entrado en ese recinto espacioso, sin mirarle al rostro. El trato fue cordial, pero conservando las distancias. Bostezó y en ese gesto tan sutil, comprendí que la realidad también puede ser un amasijo de las maravillas que desprende la naturaleza humana. Tenía el cuerpo cansado, la túnica caída y el cansancio metido en el pecho como quien espera morirse para no regresar jamás. Esa inmortalidad del alma sólo parecía vivir en los pensamientos de Sócrates. En unos momentos habría de partir a su cita con el último aliento de vida que sus contemporáneos le organizaron para que el suicidio no fuese tan fuerte y la agonía no durara tanto. Recorrí con la mirada una efímera biblioteca que en unas horas habría de pasar a otras manos.  Sus movimientos eran débiles, pero reflejaban el juicio de quien ha vivido la vida sin arrepentimientos.  Lo vi escribir, su letra descorría por la tela como si estuviera caminando libre, como si por fin arrojara un bocado atrancado en su garganta durante muchos años. Pensaba. Empezó a decir las palabras, con una voz estentórea pero bien manejada. De su oralidad me quedaron algunas ideas que yo había imaginado en los diálogos de su discípulo. Pensé que un hombre al que conozco referencialmente no podría tener voz. Que su voz eran las palabras dictadas a la luz de un candil para que hombres y mujeres de muchas generaciones leyeran, pero no tuvieran el más mínimo asomo de la corporeidad de un genio. Se levantó de su asiento para recorrer aquel recinto de piedra blanca, contando las palabras, mascando las letras para acomodarlas en la mente y en la lengua.  Afuera se escuchaban los pasos de una multitud. Los gritos subían por los tragaluces como si el fantasma de Sócrates viniera con ella. Quise tocarlo. Estaba temblando. Supe que los sabios también tienen miedo y que su fuerza emana de aquel y evitan mostrarlo lo mejor que pueden, pero, la mortalidad no tiene ningún rastro de pudor. Una lágrima desdeñosa quiso rebasar la tela, pero el llanto desbordado terminó por vencer ese rostro pétreo. Sentí que la jovialidad que había imaginado en él se había roto. Esa expresión de viejo asustadizo, contrastó con la fortaleza de las palabras que Platón le había puesto en la boca. La puerta se abrió, dos soldados entraron a la habitación, lo tomaron de los brazos, pero el maestro les pidió calma. Salieron. En unas pocas horas, la muerte haría ese aciago papel que apagaría los ojos de un hombre por toda  la eternidad.

jueves, 10 de septiembre de 2020

 

Los comensales

Jorge Abel Carmona Morales

 

El 2 de mayo de 1808 en Madrid


Calor. La señora de las gafas grandes y negras acaricia a su pequeña nieta, supongo yo. El hombre que ayer se sentó en la misma mesa de hoy, pide un tinto a una de las señoritas que atienden allí. Mi amiga no llega pese a que ya la he llamado por teléfono para recordarle nuestra cita. Miro hacia afuera y la lluvia aliviana un poco la espera de mis ojos. Las gotas rebotan unos pocos centímetros; los caminantes aceleran sus pasos hasta llegar justo debajo del alero de este lugar. Atrás está mi amigo con una jovencita, que lo escucha sin parpadear, creo yo, mientras él le cuenta, seguramente, una de sus muchas historias graciosas que mezcla con alguna anécdota de su querido Dostoievski. Justo delante de mi mesa, el señor, que, en otro tiempo, no muy lejano, fue mi compañero de escuela, hace de padre comprensivo; sus dos hijas, parece, son dos hermosas mujeres que podrían ser hijas mías, aunque de eso no puedo estar muy seguro. El tipo tiene un aire familiar, aunque no pueda recordar detalles de nuestros ratos juntos, excepto la cordialidad que siempre recuerdo, tiene.  Pienso en el paso del tiempo, en los años que se han ido y han apagado mi memoria hasta fragmentarla sin poder armar un cuadro completo de mi vida pasada, al menos en ciertos momentos. Al costado derecho hablan dos muchachos de literatura, exactamente de poesía y digo muchachos, aunque sus facciones ya denoten rastros de cuarentones empedernidos que huyen de la vida o se apegan a ella, esquivando parámetros sociales de productividad natural. Pero lo natural en ellos es sacarle unos créditos al ocio para seguir con su vida hasta que algo llegue, tal vez la muerte, pero sospecho que esa no existe para ellos. Se han acostumbrado a que la vida siga sin novedades que morirse no es algo que pueda pasarles a ellos.  Y creo que yo alguna vez fui como ellos o lo sigo siendo, aunque no sé si lo estoy ocultando para los que ahora me quieren. En mi costado izquierdo la mujer de baja estatura, de cabello negro y de mirada retráctil apenas me saluda con una expresión de los labios que ahora recuerdo bien. Está siempre sola o casi siempre hasta que un hombre de apariencia que parece contrastar la personalidad de ella, se sienta a su lado. Conversan unos cuantos minutos. Pero él sale pronto, en medio de esta llovizna pertinaz. Unas cuantas veces hemos hablado, dice poco y muy pausado, pero cuenta cosas que no le he preguntado. Tiene la hostilidad sutil de quien añora una nueva vida, su frustración es una resignación cansada pero amorosa, propia de quien ya tiene afectos ganados y denota mucho de lo que nunca hizo. Leo un cuento. Mi amiga no llega y creo que no llegará. Allí está mi amigo a quien le hago un gesto para que se acerque. Se sienta. Una señora se sienta también en una de las mesas desocupadas, porque allí o se acomoda uno solo o no se acomoda y cuando uno comparte mesa se siente vigilado. Ella habla con su hijo, un muchacho con un defecto físico que no le permite caminar. Lo lleva a todas partes en una silla de ruedas. El cuerpo de ese muchacho es demasiado pequeño para no parecer un niño y demasiado grande para una señora sola. La muchacha de la mesa contigua mira esa escena con ánimo compasivo. Es lástima. Las mujeres tienen una percepción muy agudizada para detectar el sufrimiento de otras y sienten que lo que le pase a una les pasa a todas. Empezamos a discutir. Yo me exalto, pero me calmo pronto. Mi amigo levanta su voz grave y todos nos miran, especialmente los dos hombres que retuercen un poco el cuello para censurarnos con esa mirada, no sé si de envidia o de odio. Ambas cosas supongo yo.  Pienso que las discusiones con los amigos míos nos dejan mal parados. Mi vacío se amplía con cada palabra que emito o con cada subida del tono de voz. Prefiero seguir mirando y aplaco la ira. No puedo recordar las palabras. A la cafetería entra el anciano con una carpeta transparente y se acerca. Invita un par de tintos y empieza a compartir sus aportes, pequeñas pildoritas que amenizan un poco el día. Su ánimo es jovial y su edad lo hace más fresco. Faltan personas que frecuento en este lugar. Algunos han cedido su placer de conversar a sus obligaciones laborales que en estos casos son hijas de la enseñanza.  Pienso en mis profesores de escuela y en los de colegio. Ese halo de grandeza que yo tracé sobre ellos lo comparo con mi trabajo de hoy. Queda el recuerdo, pero mi actitud realista de ahora me acerca a esos seres inmortales que ahora no encuentro del todo. La vergüenza es un sentimiento que abruma mis días como el paso de estos por el cuerpo que ya se empieza a poner achacoso. Cuánto tiempo ha pasado, cuántas cosas se han ido sin aprehenderlas. Siento que en las caras de mis viejos amigos se va yendo mi propia vida. Entra el profesor con sus gafas de intelectual novel. Yo lo saludo, pero mis palabras se escapan con el viento que entra al recinto. Mis especulaciones sobre él resultan ciertas y el resentimiento entre ambos se ahueca aún más. Esa vieja tenue amistad se ha fundido para siempre con mis necesarios olvidos. El señor jubilado de atrás me mira de soslayo, su bozo oscuro, su estampa firme y su amabilidad, nunca encontraron recepción en mí. Ahora viene mi amigo fracasado, se sienta, pide un tinto y ofrece uno a cada uno de nosotros, pero yo sistemáticamente rechazo su invitación. Hablamos de todo, hablamos de esos temas que a mí rápidamente me aburren. Tanta información y tan desconocida para mí hacen que él siga hablando como a propósito para ganar en algún momento mi atención. Siento un vacío por dentro que me hace escapar. Pido la cuenta y pago. Me voy. Camino por la calle mojada mirando las vitrinas y los vendedores ambulantes. Me empiezo a sentir mejor mientras aligero mis pasos. Mañana seguramente estaré allí, en esa cafetería donde me soportan, aunque yo no soporte a casi nadie.