En la mañana no
Jorge Abel Carmona Morales
La distancia entre los dos ya nunca pudo zanjarse porque ni a él le gustaba rectificar y a mí, el esfuerzo para hacerlo me provocaba una terrible insatisfacción. Como todo. Los últimos años, he tenido un temor no muy enfático de emprender algún tipo de empresa, por más leve que sea. Cada circunstancia, me parece, carga con un peso que el mundo ya no soporta. No es que me importe mucho, pero si sigo vivo, es porque algo hay en él que me permite aferrarme, a las cosas y a las personas como si fueran el último aliento de aire en mis pulmones. Lo vi varias veces. En el terminal, en el aeropuerto, en la carretera, en las cafeterías, en mis sueños, pero nunca tuve el valor de dejar mis ansiedades atrás. Nunca quise acercarme para no entablar ningún tipo de intimidad, luego de un rompimiento como el que tuvimos. Nuestra amistad había soportado las más duras pruebas a lo largo de tantos años, en los que el fracaso rondó nuestras vidas como una ciega costumbre, ensañada en seres solitarios, amantes de los libros y lo suficientemente convencidos de sus cualidades intelectuales como para enfrascarse en arandelas afectivas que parecían rebajar nuestras rutinas. Cuánta devoción encontrábamos en aquellas discusiones, llenas de frases certeras, escogidas de algún pie de página inmortalizado por algún literato. Pero aquella vida sumida en las precariedades más grandes, atiborrada de inexistencias y de dramatismos no confesados pero latentes, me producía una impresión existencial tan profunda, en medio de tantas obviedades de vida, que terminó por ganarse mis afectos. Yo sabía de sus pequeños detalles, cuidados, pasmosos detalles que él guardaba en su memoria a pesar de que mi sagacidad había dado con ciertos motivos que por personales jamás me atrevía a vulnerar. No podía decirlo, mis palabras dudaban ante la posibilidad de herir susceptibilidades tan próximas a las mías. De esa enorme autosatisfacción de superioridad no quedaban las más pequeñas huellas ante las diatribas que mi amigo experimentaba a diario. Su grandilocuencia, era evidente ante públicos enternecidos o atónitos, pero sus vacíos afloraban sin mucha presión. “De qué me sirve el respeto y la admiración de los otros, si mi vida está sumida en la más completa desdicha”, pensaba. Sus precariedades económicas no se condecían con tanto talento. En el fondo todo era miedo. Ese que se desplegaba ante la asunción de ciertas responsabilidades que gestionaba con la mayor elocuencia posible, pero de las cuales, se desprendían esfuerzos polivalentes que su silueta existencial no estaba dispuesto a enfrentar. La última vez que lo vi, caminaba las calles friolentas de una ciudad acostumbrada a un ruido lastimero que hacía de la gente meros mobiliarios. Eran como muertos en vida que luchan por ganarle un mendrugo de pan al comercio. Mi amigo, miraba las vitrinas con cierto desconsuelo, añorando prendas y cosas, pero pensando el mismo tiempo en un amor lejano, que alguna vez dirigió sus ojos a él, sin mucha convicción. Toda su vida era un conjunto de ansiedades maltrechas que habían quedado en frustraciones constantes. Cada experiencia amorosa no duraba lo que dura una pequeña flor, pero duraba para siempre como si el mundo cupiese en unos pocos segundos y su piel se hubiera transformado en un ser etéreo, carente de materia. Sus días eran eso, una transformación incesante de pequeñas mentiras que se contaba para no morir de decepción. Todo lo que le pasaba a él era único, pensaba, pero lo que les pasaba a los otros, no tenía relevancia. No obstante, esas cosas sencillas para otros, eran experiencias inalcanzables para él. Yo sabía del sufrimiento, lo podía percibir en cada uno de sus ademanes. La calma, amasada a fuerza de perdurar en el engaño de su grandeza, se fue haciendo cuerpo. Lo vi de lejos, me fui apartando de aquella existencia al ritmo de un pequeño vehículo que manejaba otro. Yo prefería disfrutar del paisaje sin entretenerme en eso de conducir una máquina.
Luego no lo vi más. Sabía que estaría pensando, pero, sobre todo, cargando con el peso de su existencia. Porque para él, la respiración era un cúmulo de aire cargado de fastidio mezclado con un poco de esperanza. Pero eso era lo peor, pensé. Ese resquicio de esperanza no terminaba por convencerlo de radicalizar su vida. De apostarle por fin a un esfuerzo o de apostarle a nada. Yo sentía lo mismo, pero mi brillantez intelectual se quedó en las márgenes. Nunca entré, por una especie de miedo también a círculos que me permitieran afilar mis gustos. Terminé sumido en la más artera mediocridad intelectual. Solo salvan mis actitudes el profundo amor por la lectura y el placer de leer ciertas obras, que, a fuerza de escucharlas, quedaron plasmadas en mí. Ahora vivo solo. El pequeño fantasma convive conmigo, me aterra, pero se escapa cuando intento explorar racionalmente aquellas leves percepciones. Sé que mi amigo habita mi casa, lo veo en cada una de las paredes que cubren mi cabeza del mundo. En las noches, cuando un viento helado rodea mi cuarto, siento un aliento lejano. Me absorbe por unos breves segundos, pero el frío de la noche atempera nuevamente mi razón. Sé que estará luchando con el sueño y habrá sucumbido al insomnio como cada vez. Y el día será un lento comienzo para la desesperación. Su fantasma deambulará en mi casa mientras el recuerdo perdure. “Mañana. Si mañana”, se dirá sin convencimiento de nada. Y yo habré remontado la noche con un tranquilo sueño y en la mañana, un intermitente recuerdo me adornará, sabiendo que el pequeño fantasma de mi amigo recorrerá mi vida.