Mi sueño de
Sócrates
Visión de Apocalipsis, El greco
Al maestro lo vi por fin luego de
mucho tiempo de buscarlo en los libros. Ahora, de frente, venía caminando como
si quisiera decirme algo, con piernas reales, con cara rosada y con la
respiración agitada. Con cuánto fervor seguía sus lecciones, sin admitir la
imposibilidad de hablarle. Esa noche me quedé dormido, sobre la pequeña cama
donde reposaban varios textos que había venido estudiando para mis exámenes.
Soñé que las letras tomaban formas humanas, arrasando con los hombres y mujeres
que aparecían en una autopista y yo omnisciente, seguía detrás del vendaval
mientras en la distancia se iba invisibilizando la cara de Sócrates. Esa misma noche confundí las cosas con el
sueño, las formas me tocaban como en un espacio de realidad materializada por
las sensaciones. Lo vi meditar al lado
de un ánfora sobre una mesita de piedra donde yacían unos cuantos manuscritos ¿Quién
dijo que el maestro no le iba escribir? Solo el tiempo esculpido por la mano
del hombre sabe por qué los pensamientos de un sabio no quedaron plasmados en
algún papiro o en alguna tela del siglo IV. Sin levantar la cabeza del texto,
entendí que sus reflexiones no podían aprehenderse con la mirada, que sólo la
mente de alguien que vive bajo la pesada carga de la inteligencia, puede colegir.
Era bajo, su barba daba con la mesa, su cabello rizado se definía desordenadamente
por el aire. Un esclavo, luego de reverenciar al maestro había entrado en ese
recinto espacioso, sin mirarle al rostro. El trato fue cordial, pero
conservando las distancias. Bostezó y en ese gesto tan sutil, comprendí que la realidad
también puede ser un amasijo de las maravillas que desprende la naturaleza
humana. Tenía el cuerpo cansado, la túnica caída y el cansancio metido en el
pecho como quien espera morirse para no regresar jamás. Esa inmortalidad del alma
sólo parecía vivir en los pensamientos de Sócrates. En unos momentos habría de partir
a su cita con el último aliento de vida que sus contemporáneos le organizaron
para que el suicidio no fuese tan fuerte y la agonía no durara tanto. Recorrí
con la mirada una efímera biblioteca que en unas horas habría de pasar a otras
manos. Sus movimientos eran débiles,
pero reflejaban el juicio de quien ha vivido la vida sin arrepentimientos. Lo vi escribir, su letra descorría por la tela
como si estuviera caminando libre, como si por fin arrojara un bocado atrancado
en su garganta durante muchos años. Pensaba. Empezó a decir las palabras, con
una voz estentórea pero bien manejada. De su oralidad me quedaron algunas ideas
que yo había imaginado en los diálogos de su discípulo. Pensé que un hombre al
que conozco referencialmente no podría tener voz. Que su voz eran las palabras
dictadas a la luz de un candil para que hombres y mujeres de muchas
generaciones leyeran, pero no tuvieran el más mínimo asomo de la corporeidad de
un genio. Se levantó de su asiento para recorrer aquel recinto de piedra blanca,
contando las palabras, mascando las letras para acomodarlas en la mente y en la
lengua. Afuera se escuchaban los pasos
de una multitud. Los gritos subían por los tragaluces como si el fantasma de Sócrates
viniera con ella. Quise tocarlo. Estaba temblando. Supe que los sabios también
tienen miedo y que su fuerza emana de aquel y evitan mostrarlo lo mejor que
pueden, pero, la mortalidad no tiene ningún rastro de pudor. Una lágrima
desdeñosa quiso rebasar la tela, pero el llanto desbordado terminó por vencer
ese rostro pétreo. Sentí que la jovialidad que había imaginado en él se había
roto. Esa expresión de viejo asustadizo, contrastó con la fortaleza de las palabras
que Platón le había puesto en la boca. La puerta se abrió, dos soldados entraron
a la habitación, lo tomaron de los brazos, pero el maestro les pidió calma.
Salieron. En unas pocas horas, la muerte haría ese aciago papel que apagaría
los ojos de un hombre por toda la
eternidad.
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