Los comensales
Jorge Abel Carmona Morales
El 2 de mayo de 1808 en Madrid
Calor. La señora de las gafas grandes y negras acaricia a su pequeña nieta,
supongo yo. El hombre que ayer se sentó en la misma mesa de hoy, pide un tinto
a una de las señoritas que atienden allí. Mi amiga no llega pese a que ya la he
llamado por teléfono para recordarle nuestra cita. Miro hacia afuera y la
lluvia aliviana un poco la espera de mis ojos. Las gotas rebotan unos pocos centímetros;
los caminantes aceleran sus pasos hasta llegar justo debajo del alero de este
lugar. Atrás está mi amigo con una jovencita, que lo escucha sin parpadear,
creo yo, mientras él le cuenta, seguramente, una de sus muchas historias
graciosas que mezcla con alguna anécdota de su querido Dostoievski. Justo
delante de mi mesa, el señor, que, en otro tiempo, no muy lejano, fue mi
compañero de escuela, hace de padre comprensivo; sus dos hijas, parece, son dos
hermosas mujeres que podrían ser hijas mías, aunque de eso no puedo estar muy
seguro. El tipo tiene un aire familiar, aunque no pueda recordar detalles de
nuestros ratos juntos, excepto la cordialidad que siempre recuerdo, tiene. Pienso en el paso del tiempo, en los años que
se han ido y han apagado mi memoria hasta fragmentarla sin poder armar un
cuadro completo de mi vida pasada, al menos en ciertos momentos. Al costado
derecho hablan dos muchachos de literatura, exactamente de poesía y digo muchachos,
aunque sus facciones ya denoten rastros de cuarentones empedernidos que huyen
de la vida o se apegan a ella, esquivando parámetros sociales de productividad
natural. Pero lo natural en ellos es sacarle unos créditos al ocio para seguir
con su vida hasta que algo llegue, tal vez la muerte, pero sospecho que esa no
existe para ellos. Se han acostumbrado a que la vida siga sin novedades que morirse
no es algo que pueda pasarles a ellos. Y
creo que yo alguna vez fui como ellos o lo sigo siendo, aunque no sé si lo
estoy ocultando para los que ahora me quieren. En mi costado izquierdo la mujer
de baja estatura, de cabello negro y de mirada retráctil apenas me saluda con
una expresión de los labios que ahora recuerdo bien. Está siempre sola o casi
siempre hasta que un hombre de apariencia que parece contrastar la personalidad
de ella, se sienta a su lado. Conversan unos cuantos minutos. Pero él sale
pronto, en medio de esta llovizna pertinaz. Unas cuantas veces hemos hablado, dice
poco y muy pausado, pero cuenta cosas que no le he preguntado. Tiene la
hostilidad sutil de quien añora una nueva vida, su frustración es una
resignación cansada pero amorosa, propia de quien ya tiene afectos ganados y
denota mucho de lo que nunca hizo. Leo un cuento. Mi amiga no llega y creo que
no llegará. Allí está mi amigo a quien le hago un gesto para que se acerque. Se
sienta. Una señora se sienta también en una de las mesas desocupadas, porque
allí o se acomoda uno solo o no se acomoda y cuando uno comparte mesa se siente
vigilado. Ella habla con su hijo, un muchacho con un defecto físico que no le permite
caminar. Lo lleva a todas partes en una silla de ruedas. El cuerpo de ese
muchacho es demasiado pequeño para no parecer un niño y demasiado grande para
una señora sola. La muchacha de la mesa contigua mira esa escena con ánimo
compasivo. Es lástima. Las mujeres tienen una percepción muy agudizada para
detectar el sufrimiento de otras y sienten que lo que le pase a una les pasa a
todas. Empezamos a discutir. Yo me exalto, pero me calmo pronto. Mi amigo
levanta su voz grave y todos nos miran, especialmente los dos hombres que
retuercen un poco el cuello para censurarnos con esa mirada, no sé si de
envidia o de odio. Ambas cosas supongo yo.
Pienso que las discusiones con los amigos míos nos dejan mal parados. Mi
vacío se amplía con cada palabra que emito o con cada subida del tono de voz.
Prefiero seguir mirando y aplaco la ira. No puedo recordar las palabras. A la
cafetería entra el anciano con una carpeta transparente y se acerca. Invita un
par de tintos y empieza a compartir sus aportes, pequeñas pildoritas que
amenizan un poco el día. Su ánimo es jovial y su edad lo hace más fresco.
Faltan personas que frecuento en este lugar. Algunos han cedido su placer de
conversar a sus obligaciones laborales que en estos casos son hijas de la
enseñanza. Pienso en mis profesores de
escuela y en los de colegio. Ese halo de grandeza que yo tracé sobre ellos lo
comparo con mi trabajo de hoy. Queda el recuerdo, pero mi actitud realista de
ahora me acerca a esos seres inmortales que ahora no encuentro del todo. La
vergüenza es un sentimiento que abruma mis días como el paso de estos por el
cuerpo que ya se empieza a poner achacoso. Cuánto tiempo ha pasado, cuántas
cosas se han ido sin aprehenderlas. Siento que en las caras de mis viejos
amigos se va yendo mi propia vida. Entra el profesor con sus gafas de intelectual
novel. Yo lo saludo, pero mis palabras se escapan con el viento que entra al
recinto. Mis especulaciones sobre él resultan ciertas y el resentimiento entre
ambos se ahueca aún más. Esa vieja tenue amistad se ha fundido para siempre con
mis necesarios olvidos. El señor jubilado de atrás me mira de soslayo, su bozo
oscuro, su estampa firme y su amabilidad, nunca encontraron recepción en mí.
Ahora viene mi amigo fracasado, se sienta, pide un tinto y ofrece uno a cada
uno de nosotros, pero yo sistemáticamente rechazo su invitación. Hablamos de
todo, hablamos de esos temas que a mí rápidamente me aburren. Tanta información
y tan desconocida para mí hacen que él siga hablando como a propósito para
ganar en algún momento mi atención. Siento un vacío por dentro que me hace
escapar. Pido la cuenta y pago. Me voy. Camino por la calle mojada mirando las
vitrinas y los vendedores ambulantes. Me empiezo a sentir mejor mientras
aligero mis pasos. Mañana seguramente estaré allí, en esa cafetería donde me
soportan, aunque yo no soporte a casi nadie.
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