Las orquídeas rojas
Jorge Abel Carmona Morales
Jugadores de cartas(1594), Caravaggio
Carlos giró la cabeza por debajo de un hilillo de luz sin que sus ojos tuvieran tiempo de cerrarse nuevamente antes del siguiente parpadeo. La cadencia de su cuerpo se acompasó con el suave bamboleo de un diente de león solitario que desde la izquierda bajaba en ángulo hacia la derecha de la carretera. Justo antes de posarse definitivamente sobre el áspero asfalto, la mano izquierda de Carlos se ahuecó y el pétalo tocó la piel helada por la lluvia que ya se había desbordado hasta que aquel terminó por deshacerse. Adentro estaba esa opresión fuerte y afortunadamente fugaz que le dislaceraba el pecho desde hacía tanto tiempo. Decidió caminar en medio del frío de una noche extraña, empujando las piernas como quien avanza con un peso enorme mientras las pequeñas naves aerodinámicas reflejaban su pintura gris sobre las ventanas metálicas de los edificios. Con un poco de nostalgia recordó la callecita de una manzana encumbrada en una ladera metida en las gargantas de una ciudad acostumbrada a la vida nocturna. Pero esta noche no. Esta noche la memoria se tomó sus pensamientos y los moldeó a su antojo. Añoraba el croar de las ranas en el crepúsculo de la tarde, le mordía la conciencia la luciérnaga que había aplastado una noche en cuanto sus padres se habían descuidado preparando el almuerzo campestre. Sus padres eran ambientalistas, pertenecían a una estirpe de hombres que habían jugado con objetos artesanales y preparados para que los niños compartieran el mundo y lo tocaran como se toca el agua para sentir la ilusoria textura de sus moléculas.
A veces tenía recuerdos espontáneos de edificios gigantescos que crecían hacia los lados, pintados con colores claros y por dentro estaban adornados con un mobiliario antiguo. Venían a su mente una alberca clara y un estanque oscuro en medio de un césped muy corto de donde despegaban los cisnes que nadaban en sus aguas como si fueran humanos que disfrutan de una tarde de ocio. A su mente se venían la suavidad de una piel, el aroma floral de un jardín y el sonido incontaminado de las noches de estío que estaba acostumbrado a vivir, solo, en esa soledad autoinfligida como quien toma una vasija de agua y la riega sobre su cabeza. Pero el recuerdo más nítido era la orquídea roja. Pululaba en su mente como un cuchillo hundiéndose en un trozo de mantequilla vieja. Su fuerza había controlado las noches y algunas horas del día de modo intempestivo, sin tener un poco de piedad de aquel hombre atribulado por sus demonios. Ese hermoso espécimen, con su contorno de formas redondeadas por el tiempo y el agua, llegaba para quedarse hasta que la manía de repetirse terminaba por robarle la calma.
Tenía la sensación de que todo el mundo lo había visto alguna vez en alguna parte o en algún tiempo olvidado por los relojes, pero no en este, porque ahora sentía que no era de ningún lado, menos ahora que los recuerdos se intensificaban con cada aliento, con la suavidad de las formas y de los aromas que llegaban de súbito, cuando el sueño se había hecho menos difuso en la vigilia de todos sus días. Pensó que los hombres y las mujeres que andaban a su alrededor eran viejos conocidos con los cuales solo bastaba un gesto o una mirada para agradecer por su presencia. No era el caso, nadie lo reconocía, ni siquiera las personas cuyos rastros se enfatizaban con más fuerza en su capacidad de reconocimiento. Atendía a los clientes con la misma familiaridad, pero también con esa desazón que brinda el desconocimiento, la lejanía de no poder intimar con nadie. En cada noche siempre tuvo deseos de hablar. Era como si todo lo que tenía por decir finalmente se quedara atragantado en la boca.
De tantas cavilaciones, las ideas se fueron confundiendo selectivamente hasta que un día pensó. “He olvidado mi tiempo y mi esencia. Los siglos habrán dado, por azar, con este recuerdo. No soy yo el que piensa si no el recuerdo de alguien que me ha transportado a través de los años hasta un año cualquiera”. En esa convicción decidió basar la búsqueda de su sentido en el mundo. No creía en la felicidad, pero si en la posibilidad de entretener la propensión a la infelicidad que habita en cada hombre. Para él, la orquídea roja era el signo de aquella búsqueda infinita. En todas las personas que tuvieran contacto con él estaría una mínima porción de esa felicidad perdida. Sentía que en un siglo extraviado en los confines del tiempo se encontraba un pequeño rastro de su naturaleza. Su misión era esa. Calmar esa curiosidad existencial que se clavaba cada vez más en su pasmosa frustración.
Una noche o quizás miles, habían forjado un recuerdo. En la barra del bar, una mujer blanca se había quedado mirándolo, como quien mira un rostro habitual. En la solapa de su abrigo, brillaba el color rojo de esa orquídea que aparecía en sueños y a veces en la realidad. Otra noche, o tal vez miles, la misma mujer lo miraba de reojo, con esa expresión que tiene un cómplice luego de una experiencia común. Esa mujer resplandecía en medio de las luces del bar con el color azabache que tienen algunas mulatas de los valles andinos, mientras olía tiernamente la orquídea roja. Decidió decir las palabras que tanto había maquinado para expresarle lo que su memoria había construido. A su mente venía la alberca, el estanque y los cisnes, como en la antesala de un viaje de campo, con amigos vestidos con trajes típicos de un siglo anterior. La mirada en el agua, los pantalones manchados por la hierba, y los hombres coqueteando con las mujeres en un tono familiar ambientaban el momento. Jamás podría igualar esa manera de referirse a ellas. No tenía habilidades sociales tan marcadas. Nadie las tenía, las habilidades sociales se habían recluido en las cuatro paredes de apartamentos aéreos, donde la soledad y la huida de la gente se convirtieron en la mejor manera de huirle al peligro de hablar con los otros. Tal vez hablando con la dama de la orquídea roja pudiera acompasarse con lo que era. En este cuerpo y en este recuerdo, vivían dos almas que contrastaban por el efluvio de sensibilidades encontradas que a veces convergían en el pensamiento. “Eres un hombre de otro tiempo que se ha escapado de su casa para vivir una vida que no le pertenece”, dijo. Pero las palabras iban y venían sin terminar de reafirmarse.
Comprendí que la vida actual, era la proyección de un tiempo diferente, a la cual pertenecía y ahora se confundía con un sistema de creencias distinto, poco afín a su manera de ser. No su pensamiento ni sus deseos correspondían con las aspiraciones de la gente. La necesidad de departir con una voz que vibrara en las paredes del espacio como cuerdas largas que permanecieran en los oídos, se le hacía imperiosa, casi como una premisa. Qué solo había estado estos días, no porque la ausencia de contacto le molestara, si no porque su nueva conciencia se había emancipado de un largo sueño. “Yo no soy esto”, pensaba. Pero lo era. Las aspiraciones que de niño tenía, solo parecían viejos relatos de un siglo de exploraciones y de colonizaciones devastadoras con las cuales no cohonestaba. El vino blanco lo despertó de aquella perplejidad. Y lo tomaba con el deleite de un sediento que ha errado por el desierto sin hallar a nadie durante semanas. “Tu misión ha sido cumplida, has ayudado a unificar el paso de los años para que una nueva cultura reine en todas partes”, escuchó en algún lado. O lo soñó, pero ahora no distinguía en cuál de los muchos estados estaba. En el alba la rosa roja brillaba menos, pero sus deseos de abrazar a aquella mujer se hicieron más grandes. Quiso demostrar todo su afecto en esos brazos de ámbar que dejaban su espíritu abocado a una confesión. Ella no estaba. Por eso no supo si su noche había sido un despliegue de amor o un largo sueño convertido en recuerdo.
“Ahora he de morir”, pensó. Dejaré este mundo en cuanto mi cobardía de enfrentar el dolor pase. Sabía que morir no era su mayor preocupación porque se había dado cuenta de que los hombres no pertenecían a ningún lugar y menos a un tiempo cualquiera. Habían sido elegidos con precisión para cumplir con una misión de la cual no tenían idea. Sus más mínimas actitudes estaban equipadas con efectos inconscientes que sumadas a los millones de almas que habitan una época y un espacio iban forjando. Lo propio del mundo era la inconciencia. Cada palabra era la elucubración de un motor imperturbable que tenía un propósito. El suyo ya estaba hecho. Qué sacrificio tener que sacrificar un pequeño momento de felicidad siquiera por toda una época de total extrañeza. Por eso se iría con la humillación de entender que aquello que les pasaba a otros había sido fijado por pocos y parte de eso, pertenecía a un juego maniático sin límite.
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