lunes, 29 de junio de 2020



Presencia y sacrificio de la derrota

Gauguin

Toda mi vida he perseguido maneras distintas de ser racional. Pero cada una de ellas me recuerda que el mundo admite como racional sólo aquello que trae resultados estipulados para todos. La eficiencia de los productos te brinda una mejor recepción ante el mundo, nadie te ve como un bicho raro si te has plegado a las necesidades que el mundo te presenta. Si el juego se juega con las reglas determinadas de antemano y si no cambias una sola de ellas puedes esperar de la gente una admiración o al menos un respeto del cual se desprenden varios beneficios como si estuviera uno en una feria.  Pero para mí ese juego se ha convertido en una traición de mis más profundas alegrías. Dejar correr el río por su cauce natural también implica luchar contra los accidentes que la tierra le impone. Ser libre es una imposibilidad natural también. Con el tiempo me he dado cuenta que podemos ser medianamente libres si nos plegamos en parte, haciendo lo que la sociedad determina como lo que es bueno. Los neurocientíficos dicen que los sentimientos son acomodamientos disciplinados de prácticas que nos van moldeando inconsciente y conscientemente, sin embargo,  yo creo que los sentimientos obedecen a otro material a otra sustancia de la cual, ninguna fibra física tiene noticia, como si hubiera fuerzas habitantes de otro mundo que por unos hilos invisibles nos transmitiera su energía y nosotros nos dejáramos llevar sin remedio. Pero aquello no reside en nosotros, tal vez, aquello vive por nosotros. A veces no podemos hacer lo que proyectamos. Si el mundo impone sus imponderables ónticos, nuestra reserva de sentimientos actúan como fuerzas descomunales que gobiernan nuestras decisiones. Y una decisión no es sólo la intención si no la puesta en marcha de lo que hemos pensado previamente. Por eso, la recurrencia definitoria de conceptos como el de sustancia, esencia, naturaleza, aplicados preferiblemente al hombre es una estruendosa derrota.
La derrota es una condición sin la cual la humanidad no puede definirse integralmente. Nuestra falibilidad es una cualidad que habla de la vulnerabilidad mortal como habla de la divinidad incomprensible que para muchos gobiernan el destino de las personas. Fracasar reside en la sublimidad de la vida recayendo multiplicidad de veces y dando al hombre su racional porción de humanidad. No hay definición más hermosa, aplicabilidad conceptual más acabada que la derrota. Ella recaba cotidianamente el corazón del hombre como el río recaba todo el tiempo sobre los costados de su cauce. El recuerdo permanente de lo que somos los humanos es una función normalizada del tiempo. Si buscamos lograr lo imposible por medio de lo posible es porque sabemos que existe la perdición de los medios en el camino de búsqueda hacia los propósitos que hemos emprendido como proyecto. Si los hombres y mujeres que han poblado la tierra por todas las generaciones posibles, desde el pequeño primer homo sapiens en una encumbrada montaña de Alaska hasta el viejo premio nobel de física en su retiro voluntario en la Selva Negra, han atravesado el umbral de nuestras posibilidades es porque han visitado la espesura del fango y en ello se les ha ido la vida para que otros disfruten de aquellos logros. Y en ese sentido nuestra capacidad de generar y enrostrar solidaridad es infinita. Sabemos que tal vez no podremos ver nuestros frutos realizados plenamente, pero alguna vez seres que no han sido proyectados por sus padres ni por sus abuelos ni por los padres de sus antepasados, podrán nadar en la piscina de los avances y haber restregado su cuerpo en el elíxir de la eterna juventud. Cuando fracasamos estamos apuntando nuestra confianza en que otro podría realizar lo que nosotros no hemos podido hacer. Hasta el más despreocupado ser humano lo admite pese a que su actitud más esperable sea la del olvido total. El deseo de separación es un deseo natural porque el ser humano persiste en su desesperación de sentirse falible queriendo alcanzar lo imposible. Acerca sus manos cada vez más al fuego prohibido pero la elasticidad en sus manos lo frena y ese pequeño abismo de inmortalidad le recuerda sus imperfecciones. En la derrota se haya la más hermosa demostración de amor al prójimo. En el fracaso legamos un nuevo intento al siguiente o a los más optimistas que lo intentan nuevamente y en cada intento amplían el margen de completar el éxito. Borges escribió alguna vez que Judas tuvo que sacrificarse para que otro alcanzar la redención por los pecados y llegara a reunirse con el padre. Los fracasados por ello son superiores a los que albergan en su interior esa convicción enjundiosa de haber logrado sus metas. ¡Qué desperdicio enorme hubiera sido la no creación de las sinfonías de Mahler o de Beethoven, si el fracaso no hubiera mediado sus esfuerzos? La humanidad se hubiera privado de las más hermosas obras musicales que cualquier mortal haya creado sobre esta tierra.
Si la razón es la mejor de las garantías para aminorar la derrota, pero la trama de pasiones que gobiernan el corazón del hombre le brinda alas más firmes al avance racional del mundo.

viernes, 26 de junio de 2020





El hombre sin tiempo



Hay rostros que se quedan titilando en los ojos luego de cerrar los párpados. No se van nunca. He pensado que tal vez, ellos representan ansiedades inexpresadas desde la infancia, pero de las cuales no se puede pensar nada. Una de esas imágenes es la de Gary Cooper. Lo he visto siempre. Es un actor que no tiene contexto porque parece que al sucedersen los siglos, permanecerá indeleblemente en la memoria de todo el mundo. A algunos no les habrá de importar su nombre, a otros, ese nombre tan sonoro, será un referente audiovisual que habrá de acompañarlos todo el tiempo.  Puede uno imaginar una personalidad detrás de la cara que nos ofrece en cada una de las numerosas interpretaciones que hizo, porque, no hay en la historia del cine de Hollywood un actor más solipsista que él. Quizás John Wayne, pero éste se convirtió en un estereotipo del Western al que no se le puede pensar sin un atuendo, sin una mirada particular o sin una estampa. En cambio, Gary Cooper interpretó decenas de personajes de características variopintas. Su mirada penetrante, su estatura, su rebeldía estética para un momento de tipos duros y de proporciones o rollizas o delgadas, pero con los atavíos de una década o de un par de décadas, son rasgos propios, con un estilo único construido en cada actuación. Es el hombre que no muere a pesar de haber dejado este mundo tres semanas después de haber cumplido 60 años. Tuvo varios roles al lado de legendarias figuras cinematográficas como Burt Láncaster, por ejemplo, y besó los labios de hermosas mujeres como Marlen Dietrich o Ingrid Bergman, pero no pudo ser atado a ninguna, no pudo relacionarse con ninguna de esas divas de los años dorados, porque el encanto de ese actor nacido en Montana un 7 de mayo del año 1901 no tenía lazos. Hay hombres que pueden cambiar de ropa pero nunca, mudan de piel. Gary Cooper hacía obras fílmicas con pretensiones corales pero su personalidad daba al traste con esa pretensión.  Como actor le quedaban mejor los papeles serios que encarnaron el prototipo ético de los Estados Unidos: bien parecido, valiente, denodado, fuerte, pero por encima de todo dueño de una bondad que se desbordaba por su cuerpo y envolvía de buenas energías el ambiente y las vidas de quienes lo acompañaron. En muchos de sus filmes representó personajes con cierto aire de independencia pero esa autonomía se esfumaba con las necesidades y el sufrimiento de los personajes que le acompañaban; luchando solo contra el peligro, enfrentando al mal con la desolación del miedo que los demás le dejaban, jugaba con la muerte por encontrar la libertad del otro o por librarse él mismo de ese remordimiento que le enlutaba el alma hasta entregar su vida por la de quienes lo requerían. Al encuadrarse en los formatos psicológicos de personajes que a la gente le gustaba, el actor estadounidense, estaba dejando una huella inequiparable, porque pese a todo ese arsenal estigmatizador que el cine infligió a la cultura moderna, un hombre pudo crear un universo original que hacía ver las películas como suplementos de una inmensa figura que la posteridad reclamará perdurablemente. Pero la figura del galán atribulado no le quedaba, su imagen atribulada le quedaba bien al personaje que interpretara. Cualquiera.  Detrás de su rostro delgado y de sus ojos azules no podemos ver un hombre normal. No podemos ver a un hombre de casa ni con esposa ni con hijos debido a que el era propiedad de todos, de los espectadores que obnubilaban su vista por el nombre de Gary. Las mujeres no podían no enamorarse de este provinciano que se abrió camino en un momento de profunda crisis económica y luego, con la llegada del cine sonoro y con la entrada del color al cinematógrafo, permaneció vigente pese a que llegaban y llegaban los nuevos actores con taquillas astronómicas. Pero a Gary Cooper eso le pasó por los costados y él siguió siendo el mismo. Con los nuevos prototipos y con los nuevos rostros, con la llegada de Marlon Brando y con la entrada en escena de James Dean, él siguió siendo una de las mayores estrellas del cine. Si los jóvenes actores de hoy compartieran set con Gary Cooper se asombrarían de esa perenne vigencia de su colega estadounidense. El gusto se forma. Los rostros son construcciones sociales también, pero para Gary Cooper las construcciones las impuso él a pesar de que físicamente ya no se encuentra con nosotros.

jueves, 18 de junio de 2020


Aire en los bolsillos

Jorge abrió la puerta de ese frío cuarto una mañana cualquiera de un enero pasado por agua. Se revisó los bolsillos delanteros de su pantalón mojado por el agua del amanecer. Encontró el encendedor amarillo que alguien le había pasado la noche anterior. Como siempre, los encendedores eran gratuitos y de sus pocos pesos no usaba una sola moneda para comprarlos. Ese dolor de cabeza en la parte posterior le incomodaba, pero siempre lo borraba dejando que las cosas se acomodaran solas.  Fue al baño y defecó con la misma dificultad de todos los días. Estaba seguro que aquello era de la cabeza. En su mente, los recuerdos se acumularon como una borrasca traída de algún recuerdo bonito o de algo que le molestara y con lo que lidiar, aunque eso no era prioridad. Prefería que todo sucediera como tenía que pasar.  Natalia se le había metido entre la piel y la carne como una puñalada bajo un sol insoportable.
Intentó dormir, pero ese problemita ya no era con él. Dejó que el peso de los ojos cayera como había caído ese último pedazo de cigarrillo en brazos de su Natalia. Desde que se había dado cuenta que el sueño no llegaba con solo convocarlo se dio cuenta que aquellos pensamientos que más absorbían su atención, eran los más importantes. Y sabía que ya nada le parecía tan importante. Fue a la cocina y preparó un poco de café, pero se dio cuenta que el frasquito donde lo guardaba estaba vacío. Ni tinto ni cigarrillo. Los únicos objetos que realmente lo ataban a la realidad. Ahora qué?, pensó. Tomó ese libro sin portada que reposaba sobre la almohada, sabiendo que ello era como un verdadero amor que te recibe con las palabras más hermosas del mundo y te las canta sin pedirte nada a cambio y leyó, Jorge leyó como si nada en el mundo tuviera más importancia que eso. La lectura  se le atravesó en la garganta, los pensamientos iban y venían como el desorden de todos los días. Todo era tan rápido, el tiempo pasaba y no tenía la posibilidad de capturarlo. Era como una mariposa tornasolada que deambula por el aire pero sin reposo alguno. Y ese reposo no lo entendía, Solo cambiaba y cambiaba. Decidió salir a la calle para combatir ese desespero. Hace tiempo que pensaba en su vértigo. Su mente no descansaba. Sus pensamientos eran torbellinos sin orden que lo dejaban desahuciado en cada embate. Tomó aire. Eso era como una prueba de todos los días. Le oprimía el pecho encontrarse con personas a las que debía saludar por pura conveniencia. Sintió vergüenza de su cobardía. Todo era protocolo y él ya se había alineado. Toda su vida lo había hecho. El miedo ahora se mezclaba con una culpa ociosa, que no dejaba nada.  Pero ese miedo de dónde salía. Si nada le importaba tal vez era porque todo era importante. Se cansó… la mente otra vez. Las manos en los bolsillos y tenía unas ansias terribles de fumar un cigarrillo. Ni un peso. El puente estaba cerca. A lo lejos quizá podía encontrar a alguien que se apiadara de su necesidad. Esa cara de sufrimiento en la pantalla. Y hablaba con suficiencia, hablaba como si fuera un niño recitando el último poema del mundo y para Jorge eso tenía sentido. La literatura era lo que más sentido tenía, Sentía que sus amigos imaginarios le oprimían el pecho y le dificultaban respirar con sus hermosas palabras. A veces sentía la envidia como le despedazaba el pecho, esa opresión incontrolable le consumía la tranquilidad. Su mundo eran palabra en el aire. Un cigarrillo, un recuerdo, un verso que luchaba por salir al exterior. Repetía lo que su mente desordenada le dictaba. Ahora en el puente todo parecía claro. Tuvo miedo, el miedo de Jorge era no poder leer nuevamente los libros que tanto amaba. Lloviznaba. Las palabras en su cabeza se mezclaban como un rico manjar. Volteó. Tal vez uno de sus amigos se atravesaría en el camino de regreso a ese cuartucho fío y tuviera la compasión suficiente de regalarle un cigarrillo desgastado.

lunes, 15 de junio de 2020


Una y otra vez

Paul Klee

El recuerdo me hace volver a sitios que pensé no volvería a visitar en lo que me queda de vida. Llega de súbito a mi mente y me intranquiliza, no necesariamente me indispone contra la vida, sino que me saca de la realidad. Porque para mí recordar es soñar. Es solo abandonarme a otra época, ya vivida por el conjunto de mis experiencias, algunas de ellas que siempre he preferido olvidar. Tan arrobadores son ciertos momentos, visitas inesperadas y siempre bienvenidas que me interpelan en lo ético ¿habré obrado mal? Incluso el cuerpo cambia, siento variaciones de temperatura por dentro y me ruborizo o siento deseos de esconderme, estando solo. Hablo conmigo, me recrimino, evalúo comportamientos de los cuales no estoy orgulloso. Pero asimismo se van como si no hubieran llegado nunca, porque sé que tarde o temprano habrán de regresar.
Creo que tengo miles de culpas y ellas me llenan de sentimientos diversos. A veces los recuerdos son placeres físicos y escapes emocionales que urden ideas dentro de mí. Soy nostálgico. Me gusta el pasado como un vicio difícil de dejar. Pese a que el dolor es un componente usual dentro de ellos, recordar lo que ahora no puede tocarme físicamente rememora otra época, menos feliz tal vez, pero cargada de un sentido colectivo, reproducido por un detonante secreto, inconsciente. Yo sé que todo está ahi. Solo basta un momento para que todo se revuelva y me haga salir. Con mis amigos los libros me siento a gusto. De tanta información algunas veces queda algo. Esa mezcla de palabras y de imágenes ha creado un mundo propio, que tiene vida y que de vez en cuando, sale a la superficie interpelándome placenteramente, incluso, las desavenencias con el pasado, son advertencias de mi propia condición. Mis líos con el presente son líos entre lo que espero de todo y lo que la vida me entrega.  La felicidad que encuentro en la frágil sustancia del sueño no tiene un punto de contacto con lo que veo. Esos mundos esculpidos por el tiempo no se han ido. El pasado me persigue y a veces me asalta dejándome exhausto.  Yo sé que esas vivencias están latentes. Yo sé que la próxima vez que despierten abrirán un portal entre el pasado y el presente. Y cada vez traerán nueva información, nuevos repliegues dimensionales de un tiempo que se niega a morir. Yo soy la proyección de un vago demiurgo que moldea mis nuevas experiencias a la luz de una juventud ida. No me siento viejo por el paso de los años sino por la repetición de visiones que aterran mi alma como si temiera vivirlas otra vez. Y cuando pienso en esa posibilidad inmediatamente descarto mi posible deseo de regresar mentalmente allí. Espero poco. Sólo quiero hundirme cada que esa vistita decida tocar a mi puerta. Yo no quiero esperarla. Solo quiero que llegue y arranque mi puerta como arranca mi vida cada vez.

viernes, 5 de junio de 2020




Sobre los libros



Hay distintos tipos de amor. Uno de ellos es eterno. Dura toda la vida. Por lo menos la de uno, cuando existe tal devoción a algo que no puede pasar un solo día en que los pensamientos no converjan hacia lo que desgarra el alma con solo pensarlo. Los libros son compañeros necesarios que están dispuestos para usarse. Parecen hablar, parece que tuvieran comunicación entre ellos. Borges habla con Milton y este habla con Groussac. Y todos hablan con Homero. Son artistas contemporáneos por la dedicación y el amor que tenían a sus obras. La de lectores y la de creadores. La eternidad consiste en la repetición de cosas que son agradables al alma, sin que el tiempo se interponga en esa felicidad. Los mundos que recrean los libros amplían la imaginación del hombre, sin demeritar la importancia de la inmediatez. El hombre es un océano sin agua que navega en las  de su propio mundo, trasegando por senderos peligrosos que posiblemente lo lleven a la muerte. Pero esa muerte es consentida, trae consigo, los demonios y las alegrías que sospecha, las tiene alojadas en su corazón. La mente sólo las construye imaginariamente. El libro o los libros son las herramientas más expeditas para conocer esa inmensidad, ese extenso camino que debe cruzar cada ser humano hasta completar su destino. En una biblioteca se encuentra aquello que somos, esperando a que nuestras manos lo tomen y luego nuestros ojos descorran su mirada por cada una de las letras y el vasto silencio de nuestra alma decodifique lo que ya sabíamos, pero que algún día hemos olvidado. Por eso esas generosas manifestaciones de la infinitud, que son los libros, son exclusivamente un portal hacia nosotros mismos desde afuera, donde se haya todo lo que deseamos, pero donde al mismo tiempo no tenemos nada. Los libros conjuran la turbulencia de la noche, amaestran las bestias dormidas que nos desuellan al amanecer. Los libros encierran la traición que supone no dedicarse la lectura hasta que por algún llamado de otro tiempo sentimos la necesidad de volver a otros. Yo imagino una historia contada por alguien mientras se escribe un extenso poema en que mi vida y la de quienes rodean mi existencia se compenetran eternamente. Salvo que mis seres más queridos habitan en otras épocas y en otros espacios. Ellos escriben todo el tiempo porque su destino era ese. Escribir para otros, aunque en el fondo, la escritura sea un paliativo para la desorbitada personalidad de los artistas. Cuando tomamos un libro de un estante atravesamos un túnel que nos desviará del mundo tangible por unos momentos, aunque esa experiencia de lectura no tenga ninguna caducidad. La transformación que sufrimos es el producto de lo que nuestra imaginación ha hecho del escritor. La obra ya nos pertenece y los poetas o los prosistas se vuelven instrumentos de nuestra capacidad de cambiar una obra. Pero la obra estará allí, para siempre, esperando que un lector reinicie ese hermoso ritual que supone la inmersión en el libro. Parece que utilizar la lectura de un libro como un escapismo de las dificultades cotidianas tenga algo de deshonestidad con aquél, no existe mejor posibilidad para los viajeros que sumergirse en ello, dejando la vida en suspenso hasta que el aliento se recobre luego de semejante experiencia. La belleza puede ser un espejismo si la nombramos, pero si la vivimos encontramos la felicidad por los instantes que dura una lectura, sin embargo, las sucedáneas huellas que aquella felicidad deja en nuestro recuerdo, habrán valido cualquier pérdida.  Uno no recomienda una experiencia, Sólo  recomienda emprender un camino para intentar vivir esa experiencia. La felicidad es desinhibida y viene cuando le place. Cuando haya encontrado un espíritu sensible capaz de conjurar a es elector que place en su lecho derribado por el sueño.