Presencia y sacrificio de la derrota
Gauguin
Toda mi vida he perseguido maneras distintas de ser racional. Pero cada una
de ellas me recuerda que el mundo admite como racional sólo aquello que trae resultados
estipulados para todos. La eficiencia de los productos te brinda una mejor
recepción ante el mundo, nadie te ve como un bicho raro si te has plegado a las
necesidades que el mundo te presenta. Si el juego se juega con las reglas determinadas
de antemano y si no cambias una sola de ellas puedes esperar de la gente una
admiración o al menos un respeto del cual se desprenden varios beneficios como
si estuviera uno en una feria. Pero para
mí ese juego se ha convertido en una traición de mis más profundas alegrías. Dejar
correr el río por su cauce natural también implica luchar contra los accidentes
que la tierra le impone. Ser libre es una imposibilidad natural también. Con el
tiempo me he dado cuenta que podemos ser medianamente libres si nos plegamos en
parte, haciendo lo que la sociedad determina como lo que es bueno. Los
neurocientíficos dicen que los sentimientos son acomodamientos disciplinados de
prácticas que nos van moldeando inconsciente y conscientemente, sin embargo, yo creo que los sentimientos obedecen a otro
material a otra sustancia de la cual, ninguna fibra física tiene noticia, como
si hubiera fuerzas habitantes de otro mundo que por unos hilos invisibles nos
transmitiera su energía y nosotros nos dejáramos llevar sin remedio. Pero aquello
no reside en nosotros, tal vez, aquello vive por nosotros. A veces no podemos
hacer lo que proyectamos. Si el mundo impone sus imponderables ónticos, nuestra
reserva de sentimientos actúan como fuerzas descomunales que gobiernan nuestras
decisiones. Y una decisión no es sólo la intención si no la puesta en marcha de
lo que hemos pensado previamente. Por eso, la recurrencia definitoria de
conceptos como el de sustancia, esencia, naturaleza, aplicados preferiblemente
al hombre es una estruendosa derrota.
La derrota es una condición sin la cual la humanidad no puede definirse integralmente.
Nuestra falibilidad es una cualidad que habla de la vulnerabilidad mortal como
habla de la divinidad incomprensible que para muchos gobiernan el destino de
las personas. Fracasar reside en la sublimidad de la vida recayendo
multiplicidad de veces y dando al hombre su racional porción de humanidad. No
hay definición más hermosa, aplicabilidad conceptual más acabada que la
derrota. Ella recaba cotidianamente el corazón del hombre como el río recaba todo
el tiempo sobre los costados de su cauce. El recuerdo permanente de lo que
somos los humanos es una función normalizada del tiempo. Si buscamos lograr lo
imposible por medio de lo posible es porque sabemos que existe la perdición de
los medios en el camino de búsqueda hacia los propósitos que hemos emprendido
como proyecto. Si los hombres y mujeres que han poblado la tierra por todas las
generaciones posibles, desde el pequeño primer homo sapiens en una encumbrada
montaña de Alaska hasta el viejo premio nobel de física en su retiro voluntario
en la Selva Negra, han atravesado el umbral de nuestras posibilidades es porque
han visitado la espesura del fango y en ello se les ha ido la vida para que
otros disfruten de aquellos logros. Y en ese sentido nuestra capacidad de generar
y enrostrar solidaridad es infinita. Sabemos que tal vez no podremos ver nuestros
frutos realizados plenamente, pero alguna vez seres que no han sido proyectados
por sus padres ni por sus abuelos ni por los padres de sus antepasados, podrán nadar
en la piscina de los avances y haber restregado su cuerpo en el elíxir de la
eterna juventud. Cuando fracasamos estamos apuntando nuestra confianza en que
otro podría realizar lo que nosotros no hemos podido hacer. Hasta el más
despreocupado ser humano lo admite pese a que su actitud más esperable sea la
del olvido total. El deseo de separación es un deseo natural porque el ser humano
persiste en su desesperación de sentirse falible queriendo alcanzar lo
imposible. Acerca sus manos cada vez más al fuego prohibido pero la elasticidad
en sus manos lo frena y ese pequeño abismo de inmortalidad le recuerda sus
imperfecciones. En la derrota se haya la más hermosa demostración de amor al
prójimo. En el fracaso legamos un nuevo intento al siguiente o a los más optimistas
que lo intentan nuevamente y en cada intento amplían el margen de completar el
éxito. Borges escribió alguna vez que Judas tuvo que sacrificarse para que otro
alcanzar la redención por los pecados y llegara a reunirse con el padre. Los fracasados
por ello son superiores a los que albergan en su interior esa convicción
enjundiosa de haber logrado sus metas. ¡Qué desperdicio
enorme hubiera sido la no creación de las sinfonías de Mahler o de Beethoven, si
el fracaso no hubiera mediado sus esfuerzos? La humanidad se hubiera privado de
las más hermosas obras musicales que cualquier mortal haya creado sobre esta
tierra.
Si la razón es la mejor de las garantías para aminorar la derrota, pero la
trama de pasiones que gobiernan el corazón del hombre le brinda alas más firmes
al avance racional del mundo.