Aire en los bolsillos
Jorge abrió la puerta de ese frío cuarto una mañana cualquiera de un enero
pasado por agua. Se revisó los bolsillos delanteros de su pantalón mojado por
el agua del amanecer. Encontró el encendedor amarillo que alguien le había pasado
la noche anterior. Como siempre, los encendedores eran gratuitos y de sus pocos
pesos no usaba una sola moneda para comprarlos. Ese dolor de cabeza en la parte
posterior le incomodaba, pero siempre lo borraba dejando que las cosas se
acomodaran solas. Fue al baño y defecó
con la misma dificultad de todos los días. Estaba seguro que aquello era de la
cabeza. En su mente, los recuerdos se acumularon como una borrasca traída de
algún recuerdo bonito o de algo que le molestara y con lo que lidiar, aunque
eso no era prioridad. Prefería que todo sucediera como tenía que pasar. Natalia se le había metido entre la piel y la
carne como una puñalada bajo un sol insoportable.
Intentó dormir, pero ese problemita ya no era con él. Dejó que el peso de
los ojos cayera como había caído ese último pedazo de cigarrillo en brazos de
su Natalia. Desde que se había dado cuenta que el sueño no llegaba con solo
convocarlo se dio cuenta que aquellos pensamientos que más absorbían su
atención, eran los más importantes. Y sabía que ya nada le parecía tan
importante. Fue a la cocina y preparó un poco de café, pero se dio cuenta que el
frasquito donde lo guardaba estaba vacío. Ni tinto ni cigarrillo. Los únicos
objetos que realmente lo ataban a la realidad. Ahora qué?, pensó. Tomó
ese libro sin portada que reposaba sobre la almohada, sabiendo que ello era
como un verdadero amor que te recibe con las palabras más hermosas del mundo y
te las canta sin pedirte nada a cambio y leyó, Jorge leyó como si nada en el
mundo tuviera más importancia que eso. La lectura se le atravesó en la garganta, los
pensamientos iban y venían como el desorden de todos los días. Todo era tan
rápido, el tiempo pasaba y no tenía la posibilidad de capturarlo. Era como una
mariposa tornasolada que deambula por el aire pero sin reposo alguno. Y ese
reposo no lo entendía, Solo cambiaba y cambiaba. Decidió salir a la calle para
combatir ese desespero. Hace tiempo que pensaba en su vértigo. Su mente no
descansaba. Sus pensamientos eran torbellinos sin orden que lo dejaban
desahuciado en cada embate. Tomó aire. Eso era como una prueba de todos los
días. Le oprimía el pecho encontrarse con personas a las que debía saludar por
pura conveniencia. Sintió vergüenza de su cobardía. Todo era protocolo y él ya
se había alineado. Toda su vida lo había hecho. El miedo ahora se mezclaba con
una culpa ociosa, que no dejaba nada.
Pero ese miedo de dónde salía. Si nada le importaba tal vez era porque
todo era importante. Se cansó… la mente otra vez. Las manos en los bolsillos y tenía
unas ansias terribles de fumar un cigarrillo. Ni un peso. El puente estaba
cerca. A lo lejos quizá podía encontrar a alguien que se apiadara de su
necesidad. Esa cara de sufrimiento en la pantalla. Y hablaba con suficiencia,
hablaba como si fuera un niño recitando el último poema del mundo y para Jorge
eso tenía sentido. La literatura era lo que más sentido tenía, Sentía que sus
amigos imaginarios le oprimían el pecho y le dificultaban respirar con sus
hermosas palabras. A veces sentía la envidia como le despedazaba el pecho, esa
opresión incontrolable le consumía la tranquilidad. Su mundo eran palabra en el
aire. Un cigarrillo, un recuerdo, un verso que luchaba por salir al exterior.
Repetía lo que su mente desordenada le dictaba. Ahora en el puente todo parecía
claro. Tuvo miedo, el miedo de Jorge era no poder leer nuevamente los libros
que tanto amaba. Lloviznaba. Las palabras en su cabeza se mezclaban como un
rico manjar. Volteó. Tal vez uno de sus amigos se atravesaría en el camino de
regreso a ese cuartucho fío y tuviera la compasión suficiente de regalarle un
cigarrillo desgastado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario