lunes, 26 de octubre de 2020

En tus ojos encomiendo mi espíritu


Grazing ball( El grecoview of Toledo), Jeff Koons

 

Esta noche asistiré, como cada noche, al oficio. Siento que hoy es especial porque he tomado una decisión que involucra   a toda mi familia. Desde que decidí hacer parte del reino de Dios aquí en la tierra, las cosas han ido bien. Las depresiones que me asaltaban ya no lo hacen y las personas, como un contagio bueno, me han hecho sentir que todo vale la pena.  Luego, iremos al laboratorio de Iván y tomaremos los ojos que me ofrecieron el año anterior. Y me tomé tanto en meditar sobre esa oferta que involucré a mis amigos más cercanos en ella.

Me siento mejor, la carga que pesaba sobre mi alma de vez en cuando aparece. He lidiado con ella, pero no sé qué pasa. Siento un vacío menudito que llega y se va y deja una secuela duradera pero ya me siento mejor. Mi esposa tiene el secreto para hacerme olvidar de eso y nunca me lo ha dicho a pesar de mi insistencia para que no me deje caer en la ignorancia sobre lo que me pasa. En fin. Mis ojos nuevos habrán de llegar como un salvavidas.

De eso ya me habían hablado otros. Tú puedes ver el cielo sin haber estado en él. Las personas no tienen ese mismo manto que todos conocemos por el trato directo. Las vemos como realmente son, buenas y listas para salvarte si necesitas ayuda. Sin embargo, hay algo que me hace desconfiar. Lo siento en la lectura de los cuentos de Borges o en las distopías de Orwell. En las miradas de la gente encuentro algo anómalo. Nada cuadra. La gente se ríe y me hace sentir mejor de lo que pude estar el año anterior.

Dicen también que los ojos son aproximaciones a otro mundo. He leído teorías conspirativas que hablan del nuevo tratamiento. Tus médicos son científicos que transforman almas en simples cuerpos inertes que no tienen voluntad propia. Mi hermano menor murió hace apenas dos meses y eso fue lo único que pudo sacarme de la expectativa de tener una vida mejor. Siempre he querido el cambio, pero nunca me he decidido. Él decía que los ojos nuevos eran simplemente la mejor manera de controlar el mundo para que no se saliera de órbita como si de un planeta se tratara.  

A veces vienen a mi mente imágenes de las cuales no tengo memoria, ni antecedentes posibles por más que intento recordarlos. Me distraen. Mi hermano una vez me dijo que vigilara mi sombra porque en ella estaba el secreto.

Ayer me di cuenta, pero quiero seguir con el oficio todas las noches y quiero ponerme los ojos nuevos. Quiero experimentar lo que sintieron los miles de hombres que han vivido en la tierra. Es monstruoso, lo sé, porque nadie puede vivir con tantas visiones. Ni la mente más poderosa puede lidiar con semejante peso. Yo lo supe. Mañana podré apreciar con la vista lo que aquellos vieron con el corazón. Mi vida será una pequeñita esfera para ver lo que millones de almas han visto durante toda la historia de nuestra especie.

Podremos recuperar experiencias perdidas aniquiladas con las muertes de los que alguna vez habitaron la tierra.  Por eso debo consagrarme a Dios como mi propósito único. El legado que me han dejado solo habrá nacido en mi corazón. Supe, desde mis más tiernos años, que algo sucedía en mí, diferente, no conocido por los demás hombres y mujeres de este planeta. Me han dispuesto un ejército de amanuenses para que tomen apuntes y escriban lo que el enigma del espíritu habrá dejado en cada uno de los muertos de ahora que fueron vivos ayer y que ahora habrán de contar sus historias.

Pero algo en mi define mi inconformidad. No me siento bien. Lo único que me da ánimo es mi vínculo más fuerte con Dios. Sé que en algún rinconcito de este mundo encontraré el secreto de mi devoción. A veces pienso que mis ojos nuevos hallarán la causa de todo. Sabré inexorablemente las cuitas de mi corazón.  Aniquilare el tiempo con la información de la cultura humana que por temor no podré propalar a las nuevas generaciones. Por miedo de que alguien experimente lo que yo, terminaré declinando la oferta. No lo digan. Remotamente existirá un alma superior que tenga el coraje de contrarrestar el bien con sus actuaciones y exprima el conocimiento y las sensaciones de los hombres para conocernos mejor como especie. No creo en extraterrestres y no puedo concebir que el Dios que me habrá tomado en su regazo para concederme tamaño regalo, pueda explotar lo que sabemos algunos hombres y otros no.

Sé que me han preparado. Sé que sus esperanzas de recuperar el mayor tesoro del hombre recaen en mí. Tal vez fui distinto. En mi interior combaten el bien y el mal como dos guerreros que en cada lance agrietan mi conciencia.  Luego de obtener mis ojos  nuevos, soy consciente de eso, no tendré la libertad que ahora tengo.

Iré al oficio esta noche. Esa es mi preparación para la pequeña gran venganza que planeo. De mi escritorio tomaré el arma y destruiré las intenciones más oscuras que cualquier vida pudiera albergar. Me reuniré con ellos. Dejaré a los muertos tranquilos. Las más bellas sensaciones idas, habrán de quedarse sepultadas para siempre. Que Dios me perdone.

  

sábado, 24 de octubre de 2020

 

Levantar la mirada, el mundo sin Proust

Inverno Na Holanda, Wan Dijk


La noticia me dejó atónito, pero siempre tenía sus libros para seguir disfrutando de sus palabras. A Proust lo leía cada año. “En busca del tiempo perdido” había pasado por mis ojos cientos de veces de donde sus personajes me llevaban a mundos que yo podía ver todos los días. Pensaba en el escritor como quien piensa en uno mismo, ensimismado y orgulloso de sumergirme por esa literatura, pensando que el mundo se repetía cada vez que lo leía. De mi irrealidad me sacaban esas ideas brillantes y la función que tiene todo libro de quebrar el tiempo para que la vida no se agote en su vuelta de los hechos que les pasan a otros y que uno asume como propios.

Por eso esa noticia me quebró a mí. De repente las palabras se hicieron extrañas sin Proust. Pero ese afecto momentáneo yo sabía que era producto del impacto, pero nunca terminaría mi amor por aquel escritor.  Sin embargo, lo seguí viendo cada mañana en la banca del parque, sin levantar la mirada, libre de perturbaciones exteriores que hubieran desviado su atención al mundo más profano posible. Por eso nunca me acerqué, por eso me dio miedo inquietar esa profunda concentración con una charla vulgar como la que yo podía entablar con él. Mi autoestima no daba para tanto, se me hizo imposible acercarme siquiera un poco y preguntarle algo de lo que escribía, quizás una pequeña idea sobre el tiempo o sobre la memoria. Y entonces el maestro me miraría y pensaría que esa pregunta ya se la habían hecho, que un impertinente más, falto de originalidad, iba a sacarlo de su reducto.

 Varias personas se sentaron junto a él. Yo lo veía mientras el empuñaba la pluma y a veces subía la mirada y se quedaba así, con esa expresión de contemplación estática, repleta de una atención contagiosa para quienes, como yo, respiramos las frases de los libros, como respiramos el oxígeno del parque donde, los arboles y el pasto, eran testigos de una nueva creación. Y pensé, si ellos se sientan a su lado, por qué no lo haría yo; me bastaría con sentir su presencia, percibir su respiración pausada, acompañando esos pensamientos indescifrables. Si lo hubiera hecho me guardaría palabras y emociones, atragantaría mi garganta con las ganas de decirle algo.

Pero no era justo que no lo supiera. Podría dejar de escribir, sentiría la levedad de su alma mientras volaba en los aires y remontaría las copas de los árboles y vería el asiento vacío y la señora a su lado luciría como un alma solitaria que escapa de sus circunstancias. De su traje negro y de la rosa roja sobre su saco, se levantarían pequeñas esporas para impregnarlo todo, en tanto yo dejaría escapar mi última lágrima por el duelo de saber que los latidos de su corazón se apagaron. Entonces imaginé que le dije. Mi voz temblaba y no se lo dije. Imaginé también que la vida se le había escapado, que la enfermedad que lo había reducido a un estado indecoroso, quitó su vida y con él se habían ido las palabras de obras futuras que tal vez serían mejores que lo escrito hasta ahora.

Quería seguirlo viendo en la soledad de ese banco del parque, escribiendo, pensando, viviendo las únicas experiencias posibles para un escritor. Y siguió viniendo todos los días, esperando que nadie se sentara a su lado durante la mayor parte del tiempo, aunque a veces sí; quizás un espíritu libre que, por una leve desavenencia de la razón, se posara en ese pedazo de madera y tocara una  de sus  fibras.

Así pasaron varios meses y ellos se juntaron para formar años que se reflejaron como relámpagos en mi cuerpo, que asistía a ese sitio dejando mi alma en casa para acumular mi ansiedad de verlo  otro día.  Y yo sabía que aquellas obras perdurarían en mi memoria, pero no podría compartirlas con nadie. Todo lo que escribió durante ese tiempo sólo alimentó mis especulaciones. Sólo yo podía verlo. Proust siguió pintando las hojas con esa letra enrevesada. Y sus historias iban desapareciendo con el paso del tiempo. La genialidad de ellas volaba cada día, en cada imaginación mía. Y la sombra seguía escribiendo lo que el mundo habría de perderse para el resto de la historia hasta que un día la vida decidió juntarnos. Y Proust siguió escribiendo y yo seguí yendo al mismo parque y las personas continuaron sentándose a su lado.  Y el escritor siguió bajando su cabeza sin mirar a nadie, excepto cuando una brisa o un devaneo de una hoja se levantara para llamar su atención. 

Ahora puedo leer sus palabras. Me sumerjo en las páginas de sus nuevos libros y sigo sintiendo el mismo placer que consumieron mi tiempo y mis energías cuando mi carne se topaba con las cosas. Sé que Marcel Proust seguirá produciendo esas hermosas radiografías del tiempo y yo podré leerlo para siempre.

jueves, 22 de octubre de 2020

 

Cartas a Emma

Tormenta en el mar de Galilea, Rembrandt


Me daba pena verla que todos los días se dirigiera al buzón para mirar las cartas. Irene creía que tal vez, esas respuestas esperadas, algún día llegarían, luego de haber sentenciado sus requerimientos con tanta pasión. A ella la conoció en la guerra de los mil días, como una enfermera que le había prometido volver, luego de un romance furtivo, en las correrías sanitarias por estas tierras agrestes, cansadas de tanto ver muerte. Sus labios se juntaron por primera vez en las montañas, alejadas del mundo y del ruido de las balas que dejaron cientos de miles de muertos a lo largo y ancho de la geografía colombiana. Cada encuentro fue breve, pero en cada uno quedaron las ganas de seguirse viendo, por lo menos por parte de esa mujer sombría, marchita por la nostalgia de querer recobrar lo que nunca tuvo. Tenía algunos pretendientes, pero su personalidad las alejaba. Su acritud fue suficiente para que la vida se le fuera esperando un amor que pudo retrotraerla a esas historias de fábula que leía todas las tardes mientras en la mañana se la pasaba atendiendo   a los heridos liberales por orden de su padre.

Pero Emma se fue un día y tan sólo le dejó una dirección en una pequeña hoja marchita, con tinta demasiado oscura y pegada para descifrase fácilmente. Sin embargo, nunca llegó a sus manos. A mí sí, a mí sí me llegó. Irene continuó con la expectativa intacta de reencontrarse con el único amor de su vida. Le escribió cartas pletóricas de manifestaciones amorosas, incluso quiméricas, idilios inexistentes que en poco tiempo se crean las personas que esperan lo imposible Y en eso creía, en la posibilidad de que, terminada la guerra, estas montañas negras albergaran nuevamente a su querida enfermera y así presentársela a sus padres, sin prever que semejante amor, no podía aceptarse sin más. A su padre lo habían criado los liberales, con ideas avanzadas, que no podrían oponerse a la libre determinación de su hija.  Pasaron los meses y las cartas de respuesta no llegaban, las iba cumulando yo para leerlas como si de una novela por entregas se tratara. De su personalidad me trajeron noticia las historias de George Sand. La veía en esos personajes desoídos y carentes de afecto que manipulaban la suerte con sus desventuras. La percibía más cerca en las novelas de Vargas Vila de modo que a Emma la imaginé fuera de este mundo, atada a un modo de vida cosmopolita, irreal, no adherida a esta tierra ni a esta guerra.

De tanto acumular información pude trazar un perfil de Emma, desconociendo los sentimientos de mi querida Irene. Yo a ella la empecé admirar a través del temperamento y el carácter de mi tía. Deslicé geografías, objetos y actitudes en las letras que leía para no fallarle a mi expectativa. Cada carta era un deseo más de conocerla. Cada frase sucinta, bien puesta entre las palabras atragantadas, era un paso más a la traición definitiva de ocultar las noticias de ese posible reencuentro. Mi enamoramiento se fue configurando paulatinamente, en tanto la desilusión de Irene crecía. Su cuerpo empezó a reflejar la cara de la decepción. Su rostro padecía ya las inclemencias de una enfermedad no conocida. Podría morirse de amor en una época donde éste no existía. Y las muertes sirvieron como telón de fondo a un romance de novela que se hundía en los anaqueles de la civilización, por no tocar las puertas de la miseria.  En mi biblioteca se fueron acumulando miles de cartas durante varios años. Yo las archivé y las empasté a modo de libro de manera que, tal vez Irene pudiera leerlas un día. Ya que mis ganas de seguir imaginando se impusieron al mundo físico. Al misticismo que exudaban mis ansias de que las hojas y la pluma siguieran fieles al tiempo de las ficciones que yo me había forjado, no pertenecían mis sentidos, ni mi tacto, ni mis dedos.  En el roce de un papel o en el deslizamiento de la pasta sobre mi piel sentía un poco de remordimiento, pero mis actos nunca estuvieron a la altura de lo correcto. Y lo correcto para mí era seguir con la ilusión de conocerla.  

Mi tía Irene murió un día, cuando los fusiles estaban a punto de silenciarse por un acuerdo de partidos. Ese pacto no duraría mucho, por los continuos saboteos de parte y parte. La calma no era tensa siquiera, si no una flagrante consideración de seguir la guerra en los campos del país. Allí brotaban los muertos como el arroz, alimentado por la carne putrefacta de la guerra. De mi tierra salían miles de toneladas de grano para el extranjero.  Pero la infelicidad de dedicarme a un cargo burocrático me hizo salir del país.  Yo disfruté de la fortuna de Irene viajando a las capitales europeas. Pero en esas correrías siempre quedaron las cartas de Emma. Mi amor era un cruce de la espera con el reencuentro. Yo las uní en mi imaginación. Emma se convirtió en la única posibilidad de seguir esperando un idilio. Pero realmente mis pensamientos siempre estuvieron con mi tía Irene. Fue mi primer amor. He sentido su presencia desde que se fue, aunque debo decir que nunca se ha ido. Vive en mis ganas de conocer a la única persona que logró conmover esa personalidad enigmática de la que me aferré. Emma es mi tía, yo soy Irene. El tiempo ha terminado por confundir mis afectos y los ha puesto en una composición de circunstancias que lentamente habrá de desatar alguien en alguna historia de ficción o la vida habrá retomado esas palabras escritas en miles de frase sobre un papel rugoso y amarillo para repetir una trama no hilvanada aún.

martes, 20 de octubre de 2020

 

No ahora

                                                                 Támara en la Bugatti


La luna crece. El viento de la tarde baja en ráfagas que amenazan diluvio. El viejo de ruana camina lento por el borde de la carretera estrecha.  Sus pasos desafían la paciencia del reloj. Ellos se acercan. Ninguno de los dos conoce el poder del otro. Una jovencita pasa manejando una bicicleta señoritera con la mano derecha, mientras se acomoda los audífonos con la izquierda. El viejo levanta la mirada y la gira un poco a la derecha. Puede sentir el calor de las almas en pugna, pero no se atreve a mirar más. Unas gotas de lluvia mojan el camino, los pies del anciano se hacen menos hábiles en el asfalto resbaladizo. Han pasado miles de siglos. Ambos aflojan sus ropas y preparan el ataque. La luz termina de abalanzarse sobre el campo. Sobre la carretera afloran miles de recuerdos de los días en que la tierra se había entregado a las furias de la naturaleza. El viejo sigue su paso y se aleja con ese ritmo cansino que los años han coleccionado hasta hoy, cuando estos dos sienten la necesidad de acabar lo empezado. La carretera se parte, el mar a lo lejos cruje como un demonio. Las montañas empedradas se desprenden en rocas que van sepultando parte de este lugar escondido en medio de la nada. El viejo silba. La muerte todavía no lo requiere.

 

 

El chal

La alegre pareja, Julia Leyster


Sé que andan por ahí. Hacía tanto tiempo que no veía estos lugares ocres, llenos de imágenes de muertos que aun viven en mi memoria mucho antes de que naciera un día de julio, en medio del campo. Mi madre siempre me alertó de los hombres oscuros que venían todos los viernes en la noche mientras nosotros departíamos con vecinos y nos tomábamos unas cervezas con músicas festivas, sin darnos cuenta de que en esos momentos se planeaban los más horrorosos crímenes. Nunca tuvimos dinero, la pasábamos bien compartiendo con la gente venida a menos por la pobreza del pueblo metido en las gargantas de esta cordillera malsana. Mis padres eran médicos, curaban las dolencias de los hombres y las mujeres que venían en busca de ayuda. Yo lo recuerdo bien porque eran los días más felices del mundo. Ahora vengo con la piel expuesta de tanto deambular, sabiendo que aquellos hombres impregnados de muerte ya se habrán dado cuenta de mi llegada. Sólo quiero sentir el aire de la tarde sobre mi rostro y encontrarme con la brisa de la noche. El cansancio de la zozobra me despertó un día como un muerto que nació ayer, henchido de todos los males que la nada puede traer. Las puertas siguen altas, esperando las almas que se esconden entre los árboles que vienen bajando de la montaña hacia las calles de este despiste de la civilización.  Las verjas de las casas son como prisiones de ensueño, donde vivieron los días de niños los adultos de hoy con un temor ensimismado y doloroso. Mi alma es una suma de sensaciones violentas, mis pensamientos no pueden encontrar un poco de calma. Sólo la contemplación aliviana la desesperación de la certeza de saberse muerto disfrutando de esos pocos momentos que acicalan un desenlace fatal. Veo la jovencita salida de una lámina replicada por la cámara de la naturaleza. Podría ser hija mía, sus ademanes tienen la familiaridad de una ilusión ida. El sol se esconde, los pájaros cantan sobre las copas de los árboles, mi mente vuela trayendo instantes que se niegan a quedar prendidos para que los coleccione. El día que hui  de estas tierras, huyeron todos. No nos vimos más. Mis padres murieron lejos, mis amigos partieron en busca de mejor suerte. Yo decidí salir para una ciudad grande. Entre mis recuerdos de niño y mis idilios cosmopolitas existen desavenencias. Por eso vine, por eso he decidido transigir con el peligro, trayendo mi cara partida de tanto soportar las torturas de la nostalgia. He vuelto porque al fin he pactado con la muerte. Que los aromas de las flores y el croar de las ranas al final de la tarde alegren mi último aliento. En las líneas de las calles polvorientas parece hablarme un vestigio de mi pasado. Veo ciegos leer una larga leyenda de heroicos personajes extraídos de un libro recortado por la mitad y vuelto a unir con una endeble cinta que mi madre guardaba en la gaveta de la mesa contigua. Porque dormíamos juntos, hablando de todo y estirando la memoria hasta los límites de mis años recortados por la violencia. Siento el sabor de la cebada como un purgante. Nadie me mira. Los viejos pasan por mi lado y algunos de ellos tienen los mismos olores a naftalina vieja, a tela recién destendida de un viejo baúl. Las llantas de los carros suenan destempladas como cuarenta años atrás. Escucho el paso de las botas sobre el piso de la carretera y sobre el cemento se proyectan los hombres oscuros. Sé que la última bocanada de aire habrá de hundirse en mi garganta. Y sé también que vine a morir por un desafío del tiempo que decidí aceptar. Camino. Es lo único que sé hacer.

sábado, 17 de octubre de 2020

 

Soy Woody Allen

                                             Un día lluvioso en Nueva York, de Woody Allen


“La realidad es buena para aquellos que no tienen nada mejor que hacer con su vida” constituye una declaración de principios de un artista que ha consagrado su vida a la creación, con un estilo propio y con una mirada del mundo desenfadada que refleja en ese humor tan citadino de los intelectuales, enfáticamente de los urbanitas newyorkinos, conocedores privilegiados de las grandes obras de la cultura universal. Se pueden contar numerosas frases cáusticas sobre distintos intereses sobre los cuales Woody Allen diserta por boca de sus personajes entre los cuales giran ciertos caracteres paradigmáticos en su filmografía, pero la diferencia de esta propensión radica en la suma de complejos, de personalidades desencajadas de patrones sociales y de estigmas que comprenden las obsesiones, las ansiedades, los miedos y las valentías de este director, una verdadera leyenda viviente del cine actual cuya frescura no sólo se proyecta a través de los nuevos rostros actorales sino de los temas que se tratan en este filme. Sin ser una obra especialmente destacada, tiene momentos admirables.

La razón de ello consiste en que el director se entrega a esta obra como en el pasado lo hizo con sus mejores películas. Los diálogos son confesiones de las cuales los espectadores ya tenemos una memoria fílmica, sin que por ello melle el efecto encantador de sus personajes, que se encuentran forzadamente en cualquier calle de Nueva York. Sin embargo, la fuerza de las conversaciones de aquellos encuentros entre los personajes, le da un realce superior a la película.  Los tiempos son medidos con precisión y marcan ritmos que van incrementando en la medida que el tiempo transcurre. Con la presentación de cada uno de los personajes avanzamos en sendas conocidas, pero siempre expectantes. Esperamos una frase ingeniosa sin temor de tedios eclosionados de su cine previo. La expresión de sentimientos se subsume por la situación. Por eso las frases que pronuncian esos personajes atormentados por su vida cotidiana, no parten la película entre los acontecimientos y lo qué logran decirles a sus contrapartes.  Gatsby intepretado por Timothée Chalamet es una proyección juvenil de Woody Allen. Ese vagar por la vida sin rumbo y consciente de su superioridad intelectual lo allega a experimentar explosiones críticas de personalidad que lo hace replantear aspectos de su vida complejos pero que se pueden resolver llanamente con una situación consuetudinaria. Los personajes “sencillos” como la prostituta rubia que acompaña a aquel al encuentro con sus padres, ofrece algo de equilibrio ante tanta carga emocional contenida en ese jugador de póker y aspirante a artista, pero sin convicción para lo académico. La confusión de la vida y del embrollo de relaciones en las que se mezcla escenifican la vida del director. Su entorno es el mismo que ha retratado toda su vida; las personas que se encuentra en los cafés de su ciudad, son una transparencia de su habitual estar en el mundo.  Con Su novia Ashleigh, Gatsby ha construido una vida forzada. El llamado de su alma gemela es un llamado de las circunstancias por sí mismas. El forzamiento de afectos conduce a la infelicidad. La sensualidad de Allen, permea las calles, pero aún más, permea los temores de encontrar el amor. Este no es una construcción de la voluntad humana sino una suave brisa que viene bajando hasta encontrarse un día con la persona indicada en cualquier recodo del camino.

Esos encuentros memorables tienen su punto culminante con la madre de Gatsby. Ella le da una lección contándole de su vida pasada, antes de conocer a su padre. Ella había trabajado en los escort newyorkinos y le dice que no hay necesidad de mentirle a sus padres para agradarles. En eso Woody Allen muestra su sabiduría como artista al tensionar las situaciones para exprimirles lo mejor, una frase memorable o una lección existencial que pueda convertirse en una guía para alguien.   Y de su encuentro con el personaje de Shannon, la hermana de su antigua novia, Gatsby aprende que las relaciones se decantan solas por la similaridad de gustos y de apetencias personales. La libertad de la vida se apuntala en las decisiones que se toman. Se  la cambia  en la medida que se puedan dejar ciertas cosas. De los momentos sublimes cada uno se adueña o cada uno lo magnifica de acuerdo con su propia sensibilidad, como la canción interpretada por Gatsby al piano, mientras la antigua niña la escucha y recuerda a su cuñado diferente. En la Nueva York de Woody Allen, los momentos febriles deben aflorar en personajes que exploran las calles en medio de esa lluvia, que en esta película no es un mero decorado si no un personaje más. El más destacado, no sólo por el nombre si no por la reclusión y la exposición de temperamentos a cuya sombra, los hombres y las mujeres que las habitan, desafían para lograr vivir sus vidas que estén a la altura de la Gran Manzana.

“Un día lluvioso en Nueva York” es una enseñanza. Es un canto a la individualidad como lo ha proclamado Whitman. Y en este bosque de hombres, de follaje denso, tenemos la posibilidad de encontrarnos un día, con otros seres afines, pero especialmente con nosotros mismos.

viernes, 16 de octubre de 2020

 

El reflejo

Jorge Abel Carmona Morales


Fuente de los tritones en el jardín de Aranjuez, Velásquez.

Sé que todos están ahí. Los siento deslizarse únicamente con sonidos y una estela imaginaria que proviene de cualquier dirección se desplaza sin fuente reconocible. Sé que alguien está muriendo y siento un peso del cual es imposible deshacerme pero que me aprieta como si una enorme roca hundiera mi pecho. Ayer, la desgracia vino a mi mente en forma de pensamiento. Esas ideas atacan mi tranquilidad con ciertos matices, con ciertas intensidades capaces de robarme la sosegada vida que llevo dentro de algo. El desespero que me embargó no me soltaba desde la mañana y al llegar la noche ya era incontrolable. El derroche de protección luchaba por no quedarse en el limbo, pero también se desprendía de todo como si quisiera huir definitivamente de una atadura autoimpuesta. La voluntad que había en ello podía despuntar cualquier obstáculo y así llegar hasta los límites de lo impensado sin tener la más mínima noción de aquello. Y volaba en busca de auxilio, pero en la distancia nadie respondía, ni siquiera el silencio de sentirse solo en medio de tanto. Ese llanto del abandono buscaba reconciliarse con su propia incomprensión de algo. Y arriba se erguía una presencia simultánea que salía de cualquier sitio si hubiera referencia para medirlo. Pero la ubicuidad en el mundo de lo incomprendido puede ser una declaración de extravío. Me dieron ganas de abalanzarme en cualquiera de los sentidos posibles, sin omitir el hecho de que no es posible encontrar lo que no tiene lugar. Y mi lugar estaba en la preocupación de la presencia no localizada. La ausencia se hizo prolongada, el vacío de sentir que falta algo no tiene referencia alguna. El miedo aparece por cualquier parte, los peligros de encontrar algo sólo residen en la certeza de no tener nada. Imagino que deambulo con ideas potentes, pero no comprendidas mientras el tiempo labra una nueva manera de llegar a algún lado. En una chispa de esto que trasiega sin rumbo, algún día lloverá una nueva era. Por ahora sueño con darle forma a lo que pienso. Sé que hay alguien por ahí que sufre y no sabe dónde ni cuándo sentirá algo diferente. Las cosas son iguales, los tiempos no tienen lugar, los sentimientos recorren al mismo tiempo todos los lugares. Sé que existe la sensualidad y sé también que alguien habrá muerto por ella bajo el abandono de sus propios temores en la proyección de otro. Lucho por hallar la forma correcta de todo ello y sé que, al acumularse sobre mí, le estaré dando esperanza a todos los que pelean por salir de su propio túnel. La claridad y la oscuridad son el medio de los afectos. Pero si algunos de ellos, sacian los deseos de seguir viviendo la incertidumbre de tenerlos por siempre me desvinculan del mundo. Puedo estar en el lugar de otro y sus ansiedades pueden sentirse a gran distancia de aquí. Con este espacio de tiempo no medible pasamos todos. Estoy en algo y en alguien y ellos están dentro. Lo sé todo. Estoy en construcción en el interior de un número indeterminado de seres que no pueden encontrarse.  No hay nada que tenga la cualidad de esconderse. Ni recodos ni perspectivas claras tienen la preocupación de no ser descubiertos porque las sensaciones viajan descubiertas para que todos las percibamos. Pero la inferioridad de uno de esos sentimientos desborda mi sosiego. Alguien espera y alguien persigue la necesidad de proteger. El imperativo que tiene el vínculo no adolece de la incomprensión. Solo la intuición de buscar aquello que se ha perdido nos mantiene conscientes. El sueño es inferior a la vigilia porque en esta se mezclan los sueños y la naturaleza óntica del mundo. Dormimos para reponer fuerzas, pero despertamos para sentir que el cansancio es uno más de los múltiples sentimientos de abandono. Pienso la idea de la perfección, pero en ella abandono mis ganas de pensar. No necesito entender lo que ya está resuelto. Soy la idea misma, sin cualidades, sin determinaciones.