No ahora
La luna crece. El viento de la tarde baja en ráfagas que amenazan diluvio.
El viejo de ruana camina lento por el borde de la carretera estrecha. Sus pasos desafían la paciencia del reloj.
Ellos se acercan. Ninguno de los dos conoce el poder del otro. Una jovencita
pasa manejando una bicicleta señoritera con la mano derecha, mientras se
acomoda los audífonos con la izquierda. El viejo levanta la mirada y la gira un
poco a la derecha. Puede sentir el calor de las almas en pugna, pero no se atreve
a mirar más. Unas gotas de lluvia mojan el camino, los pies del anciano se hacen
menos hábiles en el asfalto resbaladizo. Han pasado miles de siglos. Ambos
aflojan sus ropas y preparan el ataque. La luz termina de abalanzarse sobre el
campo. Sobre la carretera afloran miles de recuerdos de los días en que la
tierra se había entregado a las furias de la naturaleza. El viejo sigue su paso
y se aleja con ese ritmo cansino que los años han coleccionado hasta hoy,
cuando estos dos sienten la necesidad de acabar lo empezado. La carretera se
parte, el mar a lo lejos cruje como un demonio. Las montañas empedradas se
desprenden en rocas que van sepultando parte de este lugar escondido en medio
de la nada. El viejo silba. La muerte todavía no lo requiere.
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