El chal
Sé que andan por ahí. Hacía tanto tiempo que no veía estos lugares ocres,
llenos de imágenes de muertos que aun viven en mi memoria mucho antes de que
naciera un día de julio, en medio del campo. Mi madre siempre me alertó de los
hombres oscuros que venían todos los viernes en la noche mientras nosotros departíamos
con vecinos y nos tomábamos unas cervezas con músicas festivas, sin darnos
cuenta de que en esos momentos se planeaban los más horrorosos crímenes. Nunca
tuvimos dinero, la pasábamos bien compartiendo con la gente venida a menos por
la pobreza del pueblo metido en las gargantas de esta cordillera malsana. Mis
padres eran médicos, curaban las dolencias de los hombres y las mujeres que venían
en busca de ayuda. Yo lo recuerdo bien porque eran los días más felices del mundo.
Ahora vengo con la piel expuesta de tanto deambular, sabiendo que aquellos
hombres impregnados de muerte ya se habrán dado cuenta de mi llegada. Sólo
quiero sentir el aire de la tarde sobre mi rostro y encontrarme con la brisa de
la noche. El cansancio de la zozobra me despertó un día como un muerto que nació
ayer, henchido de todos los males que la nada puede traer. Las puertas siguen altas,
esperando las almas que se esconden entre los árboles que vienen bajando de la
montaña hacia las calles de este despiste de la civilización. Las verjas de las casas son como prisiones de
ensueño, donde vivieron los días de niños los adultos de hoy con un temor
ensimismado y doloroso. Mi alma es una suma de sensaciones violentas, mis
pensamientos no pueden encontrar un poco de calma. Sólo la contemplación
aliviana la desesperación de la certeza de saberse muerto disfrutando de esos
pocos momentos que acicalan un desenlace fatal. Veo la jovencita salida de una lámina
replicada por la cámara de la naturaleza. Podría ser hija mía, sus ademanes
tienen la familiaridad de una ilusión ida. El sol se esconde, los pájaros
cantan sobre las copas de los árboles, mi mente vuela trayendo instantes que se
niegan a quedar prendidos para que los coleccione. El día que hui de estas tierras, huyeron todos. No nos vimos
más. Mis padres murieron lejos, mis amigos partieron en busca de mejor suerte.
Yo decidí salir para una ciudad grande. Entre mis recuerdos de niño y mis
idilios cosmopolitas existen desavenencias. Por eso vine, por eso he decidido
transigir con el peligro, trayendo mi cara partida de tanto soportar las
torturas de la nostalgia. He vuelto porque al fin he pactado con la muerte. Que
los aromas de las flores y el croar de las ranas al final de la tarde alegren
mi último aliento. En las líneas de las calles polvorientas parece hablarme un
vestigio de mi pasado. Veo ciegos leer una larga leyenda de heroicos personajes
extraídos de un libro recortado por la mitad y vuelto a unir con una endeble
cinta que mi madre guardaba en la gaveta de la mesa contigua. Porque dormíamos
juntos, hablando de todo y estirando la memoria hasta los límites de mis años
recortados por la violencia. Siento el sabor de la cebada como un purgante.
Nadie me mira. Los viejos pasan por mi lado y algunos de ellos tienen los
mismos olores a naftalina vieja, a tela recién destendida de un viejo baúl. Las
llantas de los carros suenan destempladas como cuarenta años atrás. Escucho el paso
de las botas sobre el piso de la carretera y sobre el cemento se proyectan los
hombres oscuros. Sé que la última bocanada de aire habrá de hundirse en mi
garganta. Y sé también que vine a morir por un desafío del tiempo que decidí
aceptar. Camino. Es lo único que sé hacer.
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