martes, 20 de octubre de 2020

 

 

El chal

La alegre pareja, Julia Leyster


Sé que andan por ahí. Hacía tanto tiempo que no veía estos lugares ocres, llenos de imágenes de muertos que aun viven en mi memoria mucho antes de que naciera un día de julio, en medio del campo. Mi madre siempre me alertó de los hombres oscuros que venían todos los viernes en la noche mientras nosotros departíamos con vecinos y nos tomábamos unas cervezas con músicas festivas, sin darnos cuenta de que en esos momentos se planeaban los más horrorosos crímenes. Nunca tuvimos dinero, la pasábamos bien compartiendo con la gente venida a menos por la pobreza del pueblo metido en las gargantas de esta cordillera malsana. Mis padres eran médicos, curaban las dolencias de los hombres y las mujeres que venían en busca de ayuda. Yo lo recuerdo bien porque eran los días más felices del mundo. Ahora vengo con la piel expuesta de tanto deambular, sabiendo que aquellos hombres impregnados de muerte ya se habrán dado cuenta de mi llegada. Sólo quiero sentir el aire de la tarde sobre mi rostro y encontrarme con la brisa de la noche. El cansancio de la zozobra me despertó un día como un muerto que nació ayer, henchido de todos los males que la nada puede traer. Las puertas siguen altas, esperando las almas que se esconden entre los árboles que vienen bajando de la montaña hacia las calles de este despiste de la civilización.  Las verjas de las casas son como prisiones de ensueño, donde vivieron los días de niños los adultos de hoy con un temor ensimismado y doloroso. Mi alma es una suma de sensaciones violentas, mis pensamientos no pueden encontrar un poco de calma. Sólo la contemplación aliviana la desesperación de la certeza de saberse muerto disfrutando de esos pocos momentos que acicalan un desenlace fatal. Veo la jovencita salida de una lámina replicada por la cámara de la naturaleza. Podría ser hija mía, sus ademanes tienen la familiaridad de una ilusión ida. El sol se esconde, los pájaros cantan sobre las copas de los árboles, mi mente vuela trayendo instantes que se niegan a quedar prendidos para que los coleccione. El día que hui  de estas tierras, huyeron todos. No nos vimos más. Mis padres murieron lejos, mis amigos partieron en busca de mejor suerte. Yo decidí salir para una ciudad grande. Entre mis recuerdos de niño y mis idilios cosmopolitas existen desavenencias. Por eso vine, por eso he decidido transigir con el peligro, trayendo mi cara partida de tanto soportar las torturas de la nostalgia. He vuelto porque al fin he pactado con la muerte. Que los aromas de las flores y el croar de las ranas al final de la tarde alegren mi último aliento. En las líneas de las calles polvorientas parece hablarme un vestigio de mi pasado. Veo ciegos leer una larga leyenda de heroicos personajes extraídos de un libro recortado por la mitad y vuelto a unir con una endeble cinta que mi madre guardaba en la gaveta de la mesa contigua. Porque dormíamos juntos, hablando de todo y estirando la memoria hasta los límites de mis años recortados por la violencia. Siento el sabor de la cebada como un purgante. Nadie me mira. Los viejos pasan por mi lado y algunos de ellos tienen los mismos olores a naftalina vieja, a tela recién destendida de un viejo baúl. Las llantas de los carros suenan destempladas como cuarenta años atrás. Escucho el paso de las botas sobre el piso de la carretera y sobre el cemento se proyectan los hombres oscuros. Sé que la última bocanada de aire habrá de hundirse en mi garganta. Y sé también que vine a morir por un desafío del tiempo que decidí aceptar. Camino. Es lo único que sé hacer.

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