Levantar la mirada, el mundo sin Proust
La noticia me dejó atónito, pero siempre tenía sus libros para seguir
disfrutando de sus palabras. A Proust lo leía cada año. “En busca del tiempo
perdido” había pasado por mis ojos cientos de veces de donde sus personajes me
llevaban a mundos que yo podía ver todos los días. Pensaba en el escritor como
quien piensa en uno mismo, ensimismado y orgulloso de sumergirme por esa
literatura, pensando que el mundo se repetía cada vez que lo leía. De mi
irrealidad me sacaban esas ideas brillantes y la función que tiene todo libro
de quebrar el tiempo para que la vida no se agote en su vuelta de los hechos
que les pasan a otros y que uno asume como propios.
Por eso esa noticia me quebró a mí. De repente las palabras se hicieron
extrañas sin Proust. Pero ese afecto momentáneo yo sabía que era producto del
impacto, pero nunca terminaría mi amor por aquel escritor. Sin embargo, lo seguí viendo cada mañana en
la banca del parque, sin levantar la mirada, libre de perturbaciones exteriores
que hubieran desviado su atención al mundo más profano posible. Por eso nunca
me acerqué, por eso me dio miedo inquietar esa profunda concentración con una
charla vulgar como la que yo podía entablar con él. Mi autoestima no daba para
tanto, se me hizo imposible acercarme siquiera un poco y preguntarle algo de lo
que escribía, quizás una pequeña idea sobre el tiempo o sobre la memoria. Y
entonces el maestro me miraría y pensaría que esa pregunta ya se la habían
hecho, que un impertinente más, falto de originalidad, iba a sacarlo de su
reducto.
Varias personas se sentaron junto a
él. Yo lo veía mientras el empuñaba la pluma y a veces subía la mirada y se
quedaba así, con esa expresión de contemplación estática, repleta de una
atención contagiosa para quienes, como yo, respiramos las frases de los libros,
como respiramos el oxígeno del parque donde, los arboles y el pasto, eran
testigos de una nueva creación. Y pensé, si ellos se sientan a su lado, por qué
no lo haría yo; me bastaría con sentir su presencia, percibir su respiración
pausada, acompañando esos pensamientos indescifrables. Si lo hubiera hecho me
guardaría palabras y emociones, atragantaría mi garganta con las ganas de
decirle algo.
Pero no era justo que no lo supiera. Podría dejar de escribir, sentiría la
levedad de su alma mientras volaba en los aires y remontaría las copas de los
árboles y vería el asiento vacío y la señora a su lado luciría como un alma
solitaria que escapa de sus circunstancias. De su traje negro y de la rosa roja
sobre su saco, se levantarían pequeñas esporas para impregnarlo todo, en tanto
yo dejaría escapar mi última lágrima por el duelo de saber que los latidos de
su corazón se apagaron. Entonces imaginé que le dije. Mi voz temblaba y no se
lo dije. Imaginé también que la vida se le había escapado, que la enfermedad
que lo había reducido a un estado indecoroso, quitó su vida y con él se habían
ido las palabras de obras futuras que tal vez serían mejores que lo escrito
hasta ahora.
Quería seguirlo viendo en la soledad de ese banco del parque, escribiendo,
pensando, viviendo las únicas experiencias posibles para un escritor. Y siguió
viniendo todos los días, esperando que nadie se sentara a su lado durante la
mayor parte del tiempo, aunque a veces sí; quizás un espíritu libre que, por
una leve desavenencia de la razón, se posara en ese pedazo de madera y tocara
una de sus fibras.
Así pasaron varios meses y ellos se juntaron para formar años que se
reflejaron como relámpagos en mi cuerpo, que asistía a ese sitio dejando mi
alma en casa para acumular mi ansiedad de verlo
otro día. Y yo sabía que aquellas
obras perdurarían en mi memoria, pero no podría compartirlas con nadie. Todo lo
que escribió durante ese tiempo sólo alimentó mis especulaciones. Sólo yo podía
verlo. Proust siguió pintando las hojas con esa letra enrevesada. Y sus
historias iban desapareciendo con el paso del tiempo. La genialidad de ellas
volaba cada día, en cada imaginación mía. Y la sombra seguía escribiendo lo que
el mundo habría de perderse para el resto de la historia hasta que un día la
vida decidió juntarnos. Y Proust siguió escribiendo y yo seguí yendo al mismo
parque y las personas continuaron sentándose a su lado. Y el escritor siguió bajando su cabeza sin
mirar a nadie, excepto cuando una brisa o un devaneo de una hoja se levantara
para llamar su atención.
Ahora puedo leer sus palabras. Me sumerjo en las páginas de sus nuevos
libros y sigo sintiendo el mismo placer que consumieron mi tiempo y mis
energías cuando mi carne se topaba con las cosas. Sé que Marcel Proust seguirá
produciendo esas hermosas radiografías del tiempo y yo podré leerlo para
siempre.
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