Soy Woody Allen
“La realidad es buena para aquellos que no tienen nada mejor que hacer con
su vida” constituye una declaración de principios de un artista que ha
consagrado su vida a la creación, con un estilo propio y con una mirada del
mundo desenfadada que refleja en ese humor tan citadino de los intelectuales, enfáticamente
de los urbanitas newyorkinos, conocedores privilegiados de las grandes obras de
la cultura universal. Se pueden contar numerosas frases cáusticas sobre distintos
intereses sobre los cuales Woody Allen diserta por boca de sus personajes entre
los cuales giran ciertos caracteres paradigmáticos en su filmografía, pero la
diferencia de esta propensión radica en la suma de complejos, de personalidades
desencajadas de patrones sociales y de estigmas que comprenden las obsesiones,
las ansiedades, los miedos y las valentías de este director, una verdadera
leyenda viviente del cine actual cuya frescura no sólo se proyecta a través de los
nuevos rostros actorales sino de los temas que se tratan en este filme. Sin ser
una obra especialmente destacada, tiene momentos admirables.
La razón de ello consiste en que el director se entrega a esta obra como en
el pasado lo hizo con sus mejores películas. Los diálogos son confesiones de
las cuales los espectadores ya tenemos una memoria fílmica, sin que por ello
melle el efecto encantador de sus personajes, que se encuentran forzadamente en
cualquier calle de Nueva York. Sin embargo, la fuerza de las conversaciones de
aquellos encuentros entre los personajes, le da un realce superior a la
película. Los tiempos son medidos con
precisión y marcan ritmos que van incrementando en la medida que el tiempo
transcurre. Con la presentación de cada uno de los personajes avanzamos en
sendas conocidas, pero siempre expectantes. Esperamos una frase ingeniosa sin temor
de tedios eclosionados de su cine previo. La expresión de sentimientos se
subsume por la situación. Por eso las frases que pronuncian esos personajes atormentados
por su vida cotidiana, no parten la película entre los acontecimientos y lo qué
logran decirles a sus contrapartes. Gatsby
intepretado por Timothée Chalamet es una proyección juvenil de Woody Allen. Ese
vagar por la vida sin rumbo y consciente de su superioridad intelectual lo
allega a experimentar explosiones críticas de personalidad que lo hace replantear
aspectos de su vida complejos pero que se pueden resolver llanamente con una
situación consuetudinaria. Los personajes “sencillos” como la prostituta rubia
que acompaña a aquel al encuentro con sus padres, ofrece algo de equilibrio ante
tanta carga emocional contenida en ese jugador de póker y aspirante a artista,
pero sin convicción para lo académico. La confusión de la vida y del embrollo
de relaciones en las que se mezcla escenifican la vida del director. Su entorno
es el mismo que ha retratado toda su vida; las personas que se encuentra en los
cafés de su ciudad, son una transparencia de su habitual estar en el mundo. Con Su novia Ashleigh, Gatsby ha construido una
vida forzada. El llamado de su alma gemela es un llamado de las circunstancias por
sí mismas. El forzamiento de afectos conduce a la infelicidad. La sensualidad
de Allen, permea las calles, pero aún más, permea los temores de encontrar el
amor. Este no es una construcción de la voluntad humana sino una suave brisa
que viene bajando hasta encontrarse un día con la persona indicada en cualquier
recodo del camino.
Esos encuentros memorables tienen su punto culminante con la madre de Gatsby.
Ella le da una lección contándole de su vida pasada, antes de conocer a su
padre. Ella había trabajado en los escort newyorkinos y le dice que no
hay necesidad de mentirle a sus padres para agradarles. En eso Woody Allen
muestra su sabiduría como artista al tensionar las situaciones para exprimirles
lo mejor, una frase memorable o una lección existencial que pueda convertirse
en una guía para alguien. Y de su
encuentro con el personaje de Shannon, la hermana de su antigua novia, Gatsby
aprende que las relaciones se decantan solas por la similaridad de gustos y de
apetencias personales. La libertad de la vida se apuntala en las decisiones que
se toman. Se la cambia en la medida que se puedan dejar ciertas cosas.
De los momentos sublimes cada uno se adueña o cada uno lo magnifica de acuerdo
con su propia sensibilidad, como la canción interpretada por Gatsby al piano,
mientras la antigua niña la escucha y recuerda a su cuñado diferente. En la
Nueva York de Woody Allen, los momentos febriles deben aflorar en personajes
que exploran las calles en medio de esa lluvia, que en esta película no es un
mero decorado si no un personaje más. El más destacado, no sólo por el nombre
si no por la reclusión y la exposición de temperamentos a cuya sombra, los
hombres y las mujeres que las habitan, desafían para lograr vivir sus vidas que
estén a la altura de la Gran Manzana.
“Un día lluvioso en Nueva York” es una enseñanza. Es un canto a la
individualidad como lo ha proclamado Whitman. Y en este bosque de hombres, de
follaje denso, tenemos la posibilidad de encontrarnos un día, con otros seres
afines, pero especialmente con nosotros mismos.
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