Cartas a Emma
Me daba pena verla que todos los días se dirigiera al buzón para mirar las
cartas. Irene creía que tal vez, esas respuestas esperadas, algún día
llegarían, luego de haber sentenciado sus requerimientos con tanta pasión. A ella
la conoció en la guerra de los mil días, como una enfermera que le había
prometido volver, luego de un romance furtivo, en las correrías sanitarias por
estas tierras agrestes, cansadas de tanto ver muerte. Sus labios se juntaron
por primera vez en las montañas, alejadas del mundo y del ruido de las balas
que dejaron cientos de miles de muertos a lo largo y ancho de la geografía
colombiana. Cada encuentro fue breve, pero en cada uno quedaron las ganas de
seguirse viendo, por lo menos por parte de esa mujer sombría, marchita por la nostalgia
de querer recobrar lo que nunca tuvo. Tenía algunos pretendientes, pero su
personalidad las alejaba. Su acritud fue suficiente para que la vida se le fuera
esperando un amor que pudo retrotraerla a esas historias de fábula que leía
todas las tardes mientras en la mañana se la pasaba atendiendo a los
heridos liberales por orden de su padre.
Pero Emma se fue un día y tan sólo le dejó una dirección en una pequeña
hoja marchita, con tinta demasiado oscura y pegada para descifrase fácilmente.
Sin embargo, nunca llegó a sus manos. A mí sí, a mí sí me llegó. Irene continuó
con la expectativa intacta de reencontrarse con el único amor de su vida. Le escribió
cartas pletóricas de manifestaciones amorosas, incluso quiméricas, idilios
inexistentes que en poco tiempo se crean las personas que esperan lo imposible
Y en eso creía, en la posibilidad de que, terminada la guerra, estas montañas
negras albergaran nuevamente a su querida enfermera y así presentársela a sus
padres, sin prever que semejante amor, no podía aceptarse sin más. A su padre lo
habían criado los liberales, con ideas avanzadas, que no podrían oponerse a la
libre determinación de su hija. Pasaron
los meses y las cartas de respuesta no llegaban, las iba cumulando yo para leerlas
como si de una novela por entregas se tratara. De su personalidad me trajeron
noticia las historias de George Sand. La veía en esos personajes desoídos y carentes
de afecto que manipulaban la suerte con sus desventuras. La percibía más cerca
en las novelas de Vargas Vila de modo que a Emma la imaginé fuera de este
mundo, atada a un modo de vida cosmopolita, irreal, no adherida a esta tierra
ni a esta guerra.
De tanto acumular información pude trazar un perfil de Emma, desconociendo
los sentimientos de mi querida Irene. Yo a ella la empecé admirar a través del
temperamento y el carácter de mi tía. Deslicé geografías, objetos y actitudes
en las letras que leía para no fallarle a mi expectativa. Cada carta era un deseo
más de conocerla. Cada frase sucinta, bien puesta entre las palabras atragantadas,
era un paso más a la traición definitiva de ocultar las noticias de ese posible
reencuentro. Mi enamoramiento se fue configurando paulatinamente, en tanto la
desilusión de Irene crecía. Su cuerpo empezó a reflejar la cara de la decepción.
Su rostro padecía ya las inclemencias de una enfermedad no conocida. Podría morirse
de amor en una época donde éste no existía. Y las muertes sirvieron como telón
de fondo a un romance de novela que se hundía en los anaqueles de la
civilización, por no tocar las puertas de la miseria. En mi biblioteca se fueron acumulando miles de
cartas durante varios años. Yo las archivé y las empasté a modo de libro de manera
que, tal vez Irene pudiera leerlas un día. Ya que mis ganas de seguir imaginando
se impusieron al mundo físico. Al misticismo que exudaban mis ansias de que las
hojas y la pluma siguieran fieles al tiempo de las ficciones que yo me había
forjado, no pertenecían mis sentidos, ni mi tacto, ni mis dedos. En el roce de un papel o en el deslizamiento
de la pasta sobre mi piel sentía un poco de remordimiento, pero mis actos nunca
estuvieron a la altura de lo correcto. Y lo correcto para mí era seguir con la
ilusión de conocerla.
Mi tía Irene murió un día, cuando los fusiles estaban a punto de silenciarse
por un acuerdo de partidos. Ese pacto no duraría mucho, por los continuos
saboteos de parte y parte. La calma no era tensa siquiera, si no una flagrante
consideración de seguir la guerra en los campos del país. Allí brotaban los
muertos como el arroz, alimentado por la carne putrefacta de la guerra. De mi
tierra salían miles de toneladas de grano para el extranjero. Pero la infelicidad de dedicarme a un cargo
burocrático me hizo salir del país. Yo
disfruté de la fortuna de Irene viajando a las capitales europeas. Pero en esas
correrías siempre quedaron las cartas de Emma. Mi amor era un cruce de la
espera con el reencuentro. Yo las uní en mi imaginación. Emma se convirtió en
la única posibilidad de seguir esperando un idilio. Pero realmente mis
pensamientos siempre estuvieron con mi tía Irene. Fue mi primer amor. He
sentido su presencia desde que se fue, aunque debo decir que nunca se ha ido. Vive
en mis ganas de conocer a la única persona que logró conmover esa personalidad enigmática
de la que me aferré. Emma es mi tía, yo soy Irene. El tiempo ha terminado por
confundir mis afectos y los ha puesto en una composición de circunstancias que
lentamente habrá de desatar alguien en alguna historia de ficción o la vida
habrá retomado esas palabras escritas en miles de frase sobre un papel rugoso y
amarillo para repetir una trama no hilvanada aún.
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