jueves, 22 de octubre de 2020

 

Cartas a Emma

Tormenta en el mar de Galilea, Rembrandt


Me daba pena verla que todos los días se dirigiera al buzón para mirar las cartas. Irene creía que tal vez, esas respuestas esperadas, algún día llegarían, luego de haber sentenciado sus requerimientos con tanta pasión. A ella la conoció en la guerra de los mil días, como una enfermera que le había prometido volver, luego de un romance furtivo, en las correrías sanitarias por estas tierras agrestes, cansadas de tanto ver muerte. Sus labios se juntaron por primera vez en las montañas, alejadas del mundo y del ruido de las balas que dejaron cientos de miles de muertos a lo largo y ancho de la geografía colombiana. Cada encuentro fue breve, pero en cada uno quedaron las ganas de seguirse viendo, por lo menos por parte de esa mujer sombría, marchita por la nostalgia de querer recobrar lo que nunca tuvo. Tenía algunos pretendientes, pero su personalidad las alejaba. Su acritud fue suficiente para que la vida se le fuera esperando un amor que pudo retrotraerla a esas historias de fábula que leía todas las tardes mientras en la mañana se la pasaba atendiendo   a los heridos liberales por orden de su padre.

Pero Emma se fue un día y tan sólo le dejó una dirección en una pequeña hoja marchita, con tinta demasiado oscura y pegada para descifrase fácilmente. Sin embargo, nunca llegó a sus manos. A mí sí, a mí sí me llegó. Irene continuó con la expectativa intacta de reencontrarse con el único amor de su vida. Le escribió cartas pletóricas de manifestaciones amorosas, incluso quiméricas, idilios inexistentes que en poco tiempo se crean las personas que esperan lo imposible Y en eso creía, en la posibilidad de que, terminada la guerra, estas montañas negras albergaran nuevamente a su querida enfermera y así presentársela a sus padres, sin prever que semejante amor, no podía aceptarse sin más. A su padre lo habían criado los liberales, con ideas avanzadas, que no podrían oponerse a la libre determinación de su hija.  Pasaron los meses y las cartas de respuesta no llegaban, las iba cumulando yo para leerlas como si de una novela por entregas se tratara. De su personalidad me trajeron noticia las historias de George Sand. La veía en esos personajes desoídos y carentes de afecto que manipulaban la suerte con sus desventuras. La percibía más cerca en las novelas de Vargas Vila de modo que a Emma la imaginé fuera de este mundo, atada a un modo de vida cosmopolita, irreal, no adherida a esta tierra ni a esta guerra.

De tanto acumular información pude trazar un perfil de Emma, desconociendo los sentimientos de mi querida Irene. Yo a ella la empecé admirar a través del temperamento y el carácter de mi tía. Deslicé geografías, objetos y actitudes en las letras que leía para no fallarle a mi expectativa. Cada carta era un deseo más de conocerla. Cada frase sucinta, bien puesta entre las palabras atragantadas, era un paso más a la traición definitiva de ocultar las noticias de ese posible reencuentro. Mi enamoramiento se fue configurando paulatinamente, en tanto la desilusión de Irene crecía. Su cuerpo empezó a reflejar la cara de la decepción. Su rostro padecía ya las inclemencias de una enfermedad no conocida. Podría morirse de amor en una época donde éste no existía. Y las muertes sirvieron como telón de fondo a un romance de novela que se hundía en los anaqueles de la civilización, por no tocar las puertas de la miseria.  En mi biblioteca se fueron acumulando miles de cartas durante varios años. Yo las archivé y las empasté a modo de libro de manera que, tal vez Irene pudiera leerlas un día. Ya que mis ganas de seguir imaginando se impusieron al mundo físico. Al misticismo que exudaban mis ansias de que las hojas y la pluma siguieran fieles al tiempo de las ficciones que yo me había forjado, no pertenecían mis sentidos, ni mi tacto, ni mis dedos.  En el roce de un papel o en el deslizamiento de la pasta sobre mi piel sentía un poco de remordimiento, pero mis actos nunca estuvieron a la altura de lo correcto. Y lo correcto para mí era seguir con la ilusión de conocerla.  

Mi tía Irene murió un día, cuando los fusiles estaban a punto de silenciarse por un acuerdo de partidos. Ese pacto no duraría mucho, por los continuos saboteos de parte y parte. La calma no era tensa siquiera, si no una flagrante consideración de seguir la guerra en los campos del país. Allí brotaban los muertos como el arroz, alimentado por la carne putrefacta de la guerra. De mi tierra salían miles de toneladas de grano para el extranjero.  Pero la infelicidad de dedicarme a un cargo burocrático me hizo salir del país.  Yo disfruté de la fortuna de Irene viajando a las capitales europeas. Pero en esas correrías siempre quedaron las cartas de Emma. Mi amor era un cruce de la espera con el reencuentro. Yo las uní en mi imaginación. Emma se convirtió en la única posibilidad de seguir esperando un idilio. Pero realmente mis pensamientos siempre estuvieron con mi tía Irene. Fue mi primer amor. He sentido su presencia desde que se fue, aunque debo decir que nunca se ha ido. Vive en mis ganas de conocer a la única persona que logró conmover esa personalidad enigmática de la que me aferré. Emma es mi tía, yo soy Irene. El tiempo ha terminado por confundir mis afectos y los ha puesto en una composición de circunstancias que lentamente habrá de desatar alguien en alguna historia de ficción o la vida habrá retomado esas palabras escritas en miles de frase sobre un papel rugoso y amarillo para repetir una trama no hilvanada aún.

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