jueves, 10 de diciembre de 2020

 

No te vayas, Henry


Daisy cutter, Tomory Dodge


¿Cómo vivir sin ti? Eres mi todo. No puedo dar un paso sin que en ello estés. Y aun así, te he descuidado siempre; por más que me vaya sin despedirme y luego regrese a pedirte ayuda, tú estás presente, dándome tus manos, sobre todo en los momentos más duros de mi vida. Debería ganarme el premio a la peor hermana de la historia.

Recuerdas cuando, luego de una larga noche de aguardiente y bareta, me abriste tu sombrilla y me llevaste abrigadita hasta mi casa y me acostaste cuidadosamente al lado de mi Karen. Ella estaba dormida sobre su brazo derecho mientras tú me quitabas la chaqueta y vigilabas mi sueño, antes de que incluso me depositaras sobre esas sábanas calientes y me pusiste al lado de ella, la niña; sola porque tú no podías cuidarla esa noche.

Me avergüenzo de todo. De lo que no te he dicho, de lo que te dije y de lo que hice y no hice contigo. Mi querido Henry. Me has protegido sin que yo me lo merezca. Has respirado por mi cuando mis pulmones ya no podían hacerlo por el exceso de humo en ellos. Por eso yo te quiero, por eso te traté de ese modo porque sabía exactamente que tú estarías allí para apartarte de tu familia y salir por esa puerta bajita a recibirme en las calles, en cualquiera de ellas. Y tantas veces te tranzaste en peleas con esos tipos que sólo querían follarme y a ti te daba tanta rabia que no podías contenerte, mi querido Henry. Mi niño, mi hermanito menor y mi padre por ahí derecho, porque el nuestro se fue sin que ambos hubiéramos acariciado siquiera sus manos.  Y a mi madre no la tuvimos mucho tiempo; recuerdas que nos decía tantas cosas, sobre las mismas cosas. Pero ella prefirió el trago por encima de nosotros. Bebía y bebía como si no tuviera más tiempo de tomarse la última copa ¡Oh Henry! Somos tres. Tú y mi niña. No permitas que alguien arruine lo nuestro. No metas a nadie, dile a Teresa que se vaya, que me repugna cómo es, que no quiero que se acerque a mi hija. Recuerdas, Henry, cuando la dejé sobre la silla metálica del paradero de buses. Yo simplemente me fui a peinarme con esos amigotes, y tú me revolcaste como un poseso y yo no podía ni hablar, no me acordaba bien en qué paradero había dejado a mi niña. Entonces recorriste la ciudad entera, preguntando a cada persona por esa niña encogidita y flaquita que tiene los ojos azules como los míos.  Pegaste papelitos en los postes,  los recortaste con esas tijeras mohosas que eran de nuestra madre y con las que algún día intentó rebanarse el cuello cuando nosotros la veíamos hacerlo. Pero tú, mi querido Henry, la llevaste a urgencias y le salvaron la vida. Y lloramos los dos, nos refundimos el sueño en el sufrimiento de estar cerca a esa mujer que no podía ni con su propia alma. Así lo hiciste con mi niña, la hallaste, le tendiste una sábana sobre su cuerpecito frío en esta ciudad de los demonios que me hiela los huesos. Y diste una jugosa recompensa, sacaste la plata de la registradora de tu tienda.  A ti, Henry, no te ha importado la plata cuando es para mí. Tanto que la cuidas de los otros, pero a mí me la regalas como si no te costara nada conseguirla mientras yo me la gasto miserablemente en esas botellas de aguardiente o de ron o de chirinche, lo que sea que me saque de esta mierda. No lo soporto Henry. Me he portado mal y no lo mereces.

No lo mereces. Si creyera en el infierno yo sería otro demonio compitiendo con satanás. Nunca le dijiste. Ella supo lo necesario, que se perdió en un descuido tuyo, después de haberla tenido a tu lado en la casa de tu esposa. Pero te echaste la culpa. Sólo lo sabemos tú y yo. No se lo dijiste ni a ella, esa harpía que no soporto pero que tú adoras, aunque no tanto como me adoras a mí.  Fuiste a la policía y pusiste el denuncio de su pérdida y cuando la conseguiste, mentiste por mí, para salvarme de una investigación y evitar que el ICBF   me quitara la niña. A ella nunca le dijimos. Ella no sabe que la dejé a la vera de una calle, aguantando el frío de esa madrugada en tanto pasaban indigentes metiendo pegante y yo bailaba con esos desechables amigos míos. No sabía nada. Se me quedó allí. Luego me di cuenta que la niña ya no estaba. No creas, Henry, que lo hice a propósito, simplemente se me pasó. Lo importante es que ella se encuentra con nosotros, contigo y conmigo. Ella siente algo. A veces me pregunta por qué tiene la piel fría si hace calor. Las manos le sudan, los pies no los siente y lleva siempre un buso sobre el cuerpo porque no soporta la temperatura. Yo la abrigo, la abrazo, pero evito hablar de eso. Total, ya pasó, Henry.

Pero tú le contaste una historia llevadera para mí, le dijiste que yo estaba trabajando para conseguirle un carrito nuevo porque el que tenía ya no servía para nada. Y mi niña sonríe cada que tú le repites esa historia. Esa es la mejor de mis satisfacciones, porque yo no tuve la culpa. Yo sólo estuve disfrutando con mis amigos, ¿no es verdad, Henry? El tiempo es un enemigo inmanejable. No lo soporto. No te vayas, hermanito. Llévame contigo. No te mueras. No me dejes sola en este mundo. Sólo me complace la compañía de mi niña...su sonrisa y sus grandes ojos azules. No te queda mucho tiempo y te vas. Dejarás un suspiro latente en el aire para que cuando yo no pueda respirar tome una bocanada gratuitamente, mi querido Henry. No se lo diremos. Ella te recordará como su verdadero padre y yo rasguñaré la puerta de mi cuarto con tu recuerdo.

jueves, 3 de diciembre de 2020

 

A solas

                                                           Las tres gracias, Rubens


 

Solemos uniformar las miradas porque nuestros pensamientos también lo son. Debemos actuar de un modo u otro, pero de aquel, porque está lejos. Nosotros los humanos cuando salimos de los predios que nos pertenecen o que reconocemos cercanos estamos seguros, pero si nos alejamos, sentimos una incertidumbre, tan amenazante que reaccionamos volviendo. En esas actitudes esperables se encuentra el origen de nuestro aburrimiento. A veces queremos escapar para explorar nuevas rutas vitales. En serio lo sentimos, palpita dentro nuestro como un imperativo. Ese acostumbramiento a lo mismo se volvió un comportamiento inmodificable por nuestra mirada del mundo.

Es poco frecuente romper con eso. En el silencio, atrapado en el marasmo de la cotidianidad, encontramos momentos exclusivos, llenos de eso que exuda nuestra esencia como singularidad extraviada en el universo y que se hizo común por la convivencia y la masividad de hombres y mujeres existentes en este planeta. Esa concentración arruga la mirada, hiela el corazón hasta el fondo de nuestros recuerdos y nos hace insensibles a la diferencia. Esa singularidad perdida en los confines de la nada es la razón para seguir viviendo. Cuando te encuentras solo y asumes una postura no recurrente y estás observado  por los otros, habrás hallado la marca de la diversidad. Así, como estás, en ese instante de arrobamiento, eres tú. Y si te quedas estático ante un objeto, o algún pensamiento te sorprende en el recodo del camino, la esquina aparece ante ti como un llamado de algo. Los vientos cambian constantemente y son libres por ello. La regularidad de su dirección y la intensidad que aplican al mundo ensancha la costumbre. No obstante, en cada giro de aquel, reside la novedad. La vida en común es una entelequia. Lo que verdaderamente tiene un halo de existencia para uno, es la experiencia concreta, la que recibimos cuerpo a cuerpo, mente a mente, entidad a entidad. Y si te levantas y lloras y te retuerces en el suelo y decides dejar de llorar y pararte y salir de ti y reconciliarte con tus deseos de hacer algo, podrías acercarte un poco a la felicidad que no tienes o que quieres incrementar. Puedes gritar con todas tus fuerzas y correr como un caballo desbocado por las calles sin mirar a nadie, luego regresar caminando e inclinarte ante un perro callejero y sobarle la nuca. Puede ser que en ese acto halles un grado más de liberación o te desestreses y tal vez, no quieras escuchar a nadie sobre lo que haces. En el momento que las opiniones y los comentarios reboten en ti como rebota un deportista sobre el resorte, en ese momento descubrirás cosas que creía no existían en tu interior. Es posible que algún día salgas de la iglesia y te tires a la pila del parque mientras el agua sale por las narices de la gárgola que te mira y sientas el sabor del mal. O rebanes tus faltas llorando a torrentes y no puedas parar. El miedo habrá invadido tu vida de tal modo que la sola idea de salir de tu cuarto, te genere un temblor en las piernas. Siempre tienes una salida. Refugiarte en ti, como un caracol en su caparazón de hierro. Y si ese miedo despierta las ganas que tienes de reír a carcajadas a la orilla de un río, sabrás que tus sentimientos no son catalogables, que clasificarlos, con diferentes niveles de intensidad, te roba el ser. Ese no eres tú. Ese es solo una proyección de los otros en ti.

A veces el alma sale a pasear y encarna en los actos que han permanecido reprimidos por la fuerza del miedo. Si, luego de que tu puente colapse, bailas con tus amigos y los tomas de los codos para aliviar tu pena, te habrás dado cuenta de que algo ha cambiado en ti. Sabrás que la vida también es eso. Rebajar la tensión ante el fracaso es un síntoma de sabiduría que ha sido adquirida por la experiencia, tuya y de otros que dejaron la piel en un proyecto. 

La interpelación al otro, preguntando por los motivos de este o aquel comportamiento sacan respuestas formales, pero no verdaderas. Solo la complejidad del alma que permanece escondida tendría una contestación viable para eso.  Si a los hombres y a las mujeres se les infundieran cargas de independencia tendríamos una mejor sociedad. Consiguiendo que el individuo logre más autonomía, obtendremos una sociedad más libre. El egoísmo de los momentos humanos los vuelve más auténticos.

jueves, 19 de noviembre de 2020

 

Adentro


Escher


Mudamos de piel tan rápidamente que no nos damos cuenta cuándo pasó. Sin embargo, hay años que se pasan conviviendo con la miseria y la ruindad de los otros. Esos son los más duros y no entiende uno cuál es el sustrato de los logros humanos. Pasamos por una calle oscura, y en medio de la lluvia nos detenemos a pensar que tal vez, vivimos un castigo inmerecido por las culpas de otro que engendró una vida sin que esta se lo pidiera. En todo caso, la vertiginosidad del tiempo no admite reproches ni queja frente a las circunstancias. No hay tanta selectividad en el mundo como algunos creen. Quienes han conseguido dinero forjándose un presente exitoso no deben jactarse de nada; quienes, con el transcurso de los años, apenas tienen para comer, tampoco tienen muchos argumentos para flagelarse. Quienes esgrimen su fortuna económica para diferenciarse de los otros saben poco o no saben que lo efímero de la vida no admite distinciones; que la mortalidad de los hombres y mujeres que poblamos esta tierra nos iguala en posesiones.

Pero hay algo más complejo que las explicaciones monetarias para entender por qué una existencia tiene este o aquel talante. El espesor de la vida no es matemático, tiene miles de derivas que nos hacen perder el camino y la mente humana apenas puede percatarse de algo. Pero no hay camino. Habitamos el mundo sin saber nada. La ciencia se ha enriquecido con su pantomima de verdad cuando no tiene la más mínima idea de por qué suceden las cosas. Y cuanto más transita por el sendero de la razón más se da cuenta que indagar es un nuevo comienzo sin norte ni horizonte de modo tal que ha entretenido a miles de hombres buscando respuestas imposibles para dudas imposibles. Hemos inventado la filosofía para que el tedio no nos termine de aniquilar.

Lo cierto es que al hombre común, que somos todos, le pasan cosas que es mejor no tratar de explicar. Que mejor se queden ahondando en el misterio, que las luces no lleguen para encandilar la calidez de una oscuridad que nos mantiene vivos. El asomo de explicaciones que los resuelvan todo es una amenaza de la tranquilidad humana. Ese hombre común llega a una esquina oscura, la lluvia lo salpica sin contemplación y su estómago pide ingesta para sobrevivir esa noche porque mañana tendrá sus propias preocupaciones. Las necesidades se renovarán como la esperanza que no tiene, de que en algún momento la suerte condescienda ese engendro de exhalaciones irregulares que el viento habrá de llevarse pronto. De esos momentos convergentes, se extrae la dulzura del universo.  De esa soledad infligida por esas mismas circunstancias surgen pensamientos e ideas que se confunden buscando respuestas, pero sin pensar en que algún día las habremos de conseguir. Porque los enigmas permiten mantener la tensión en el alma del hombre. El sufrimiento es una flor inmarcesible que mantiene viva la necesidad de seguir viviendo.

Por eso la decisión de plegarse o no a la corriente es la decisión más trascendental de una persona. Los padres van marcando el ritmo de una vida, delineando un perfil que muchas veces no concuerda con la sensibilidad de un alma que emerge al mundo. Arruinan sueños con compendios de normas que no tienen la más mínima conectividad con alguien que apenas va formando su propio reconocimiento. En el desencadenamiento de lo cotidiano echamos a perder a los niños y niñas con dictados que fijamos arbitrariamente sin escucharlos primero. Proyectamos nuestras energías en las ondas vibracionales de un pequeño que se obnubila con los otros. Si hay amor en el mundo, dejemos que el cauce de la naturaleza esculpa sus deseos en las ansiedades y obsesiones de los que llegan. Que la cultura no imponga su huella poderosa sobre quienes no saben si quiera cómo afirmarse en el piso.

Es importante que el silencio haga su trabajo en nosotros sin interrupciones malsanas que derraman los vicios de la cultura contemporánea. La soledad es una aliada incondicional que puede marcharse para siempre si no contemplamos su halo, si no la mimamos como los mejores amantes en medio del ruido.  Las voces internas se activan con la tranquilidad de una mañana mojada o en la contemplación mística de un paisaje en la ladera de un monte virginal. Allí se encuentra ubicada la belleza, sin matices ni puntos medios. Solo la pura belleza que espera mientras nosotros la buscamos. La vulgaridad de las obligaciones se vuelve más vulgar cuando desperdiciamos el tiempo buscando riqueza objetual, cuando reemplazamos la metafísica de los sueños por los sueños de la física económica.

La poesía nos alienta como seres terrígenos, salidos de las mismas entrañas del universo. Cuando retornamos del mercado al patio de nuestra casa sentimos alivio y no lo confesamos por temor a parecer demasiado naturales. La procacidad de lo sencillo es la única esperanza de recobrar nuestro ser. La libertad no es un artículo que podamos comprar en el mercado. Debemos esperar su llegada y mientras ello ocurre, se hace necesario vivir con simpleza. El bien más preciado para cualquier ser vivo es la paz. La tranquilidad del alma es el reflejo de ella. Ni la guerra más atroz puede perturbarla cuando se han aminorado las perturbaciones que producen los efectos exteriores, en estos días, tan difundidos por el dinero y los medios masificados.

El acto de juzgar es una proyección de nuestros vacíos. La experiencia del otro es un acto irrepetible, por tanto, irreprochable. La sociedad ha creado mecanismos de control para mantener la convivencia entre iguales. Pero somos desiguales. Reprimimos comportamientos que nos repudian por no obedecer a los parámetros del éxito social.  La vida de un indigente no tiene la más mínima tacha si en ello, esa persona encuentra su ser. Del alcohólico y del drogadicto no percibimos un rastro de felicidad sin saber que cada uno se aferra al más pequeño de los anzuelos para no naufragar en su intento de seguir viviendo.

Así, en la pura contemplación del interior, cuando miramos esa esquina solitaria sobre una calle mojada, rendimos tributo a la plena liberación del alma. En esa soledad placentera que aloja preguntas que nunca obtendrán respuesta se haya parte de la felicidad. La incertidumbre de no saber qué pasará mañana es la puerta de entrada al sueño. Seguir soñando con opciones abiertas entraña posibles nuevas experiencias. Pero no asegura que esa nueva realidad sea mejor que la anterior.

 

viernes, 13 de noviembre de 2020

No le dije

 

No lo sabías, nunca te lo dije, nunca dijimos nada sobre eso. Estoy seguro que pensabas que no te quería lo suficiente y tú querías hacer algo para remediarlo, pero no, yo nunca di el brazo a torcer. Entablé una lucha con los otros, peor aún con los pocos otros que me querían mucho. En el fondo esa lucha era conmigo mismo, por ego, por odio, por resentimiento, por cobardía, por absoluta estupidez. Me empeñé en no hablarte, en no decirte nada, en no abrazarte, ni en besarte, en seguir encerrándome en mis propias cuitas sin saber o sin querer saber que había alguien que me extrañaba, esperando en mi casa, mientras yo discutía sobre Borges o sobre literatura latinoamericana o sobre Uribe o sobre las miserias humanas, notando poco, a veces, que el miserable era yo. Tanta complejidad emocional me hizo el centro del mundo alrededor del cual giraban los otros. Me lo creí. Lo cierto es que los demás notaron apenas mi presencia. Y tú, mi querida madre, palpitabas mi ausencia como si en cada latido tuyo se te fuera la vida.

Te veía detrás del vidrio de la pared superior en esa casa eterna, la que construiste con las manos de mujer que se la pasó lavando ropa y limpiando la mierda de las familias pudientes de esa gran ciudad conservadora y atípica dentro de lo típico de mi país. Me veías desde allá, bajabas la cortina y te retirabas lentamente para que yo no percibiera del todo tu espera. Y yo llegaba y desenvainaba el ritual que atesoraba en esas largas caminatas nocturnas, por las calles mojadas de un pequeño pueblo al que llaman ciudad. Ese ritual consistía en pegar mis ojos a la pantalla de un computador para ver una película de algún director icónico de esos que llaman artista.  Y tú  acompañabas  mi costado, me acompañabas, encima de una silla de comedor viejo, en tanto comíamos un poco. Afuera, recuerdo, las gotas de lluvia ensañándose contra los techos, las familias dormían y los carros alisaban el asfalto. Te sentía masticar la comida sin ponerle mucho cuidado a lo que las imágenes distantes te proporcionaban; lo tuyo era estar al lado mío, sentirme vivo, compartiendo algo contigo. Y yo te explicaba las escenas, con algo de dedicación.

Con el tiempo fui aminorando mi resentimiento exprimido en grandes dosis de mal humor y frases altisonantes que más de una vez te ofendieron, te hicieron despertar tu temperamento variable inmerso en un carácter gentil y flexible. Intentabas meterte en tu valentía con las palabras y con tus actitudes, pero la fragilidad permanente finalizaba con una lágrima o con el llanto decidido. Me sentía culpable e intentaba paliar eso con alguna frase tibia de modo que terminabas por subir de ánimo y te adherías a mi compañía como si fuera la última oportunidad de no perder el viaje.

Creo que mis periodos de ensimismamiento los entendías muy bien. Intentabas respetármelos, pero algún sonido o un gesto se te escapaban. Estabas a punto de abrazarme o de decirme algo para aliviar esa pena en mí. Pero no. No era pena, era orgullo de hombre consagrado al egoísmo. No puedo decir qué es. He sentido lo mismo, lo he pensado todos los días de mi vida, pero no doy con la respuesta.  Unos años después, en la última etapa de nuestra convivencia, relajé mi postura hacia ti, me volví más consciente del regalo de tenerte viva, respirando juntitos ese aire que nos unía. Con ello, expié un poco mis culpas. No. Aprendí a darte algo mío. Yo mismo. Sentir que era tuyo y hacerte ver que tenías un hijo que te quería. Eso fue lo mejor que pude hacer.

Con las palabras no puedo abarcar todo lo que percibí. Ahora lo pienso y esto es un recuerdo. Miles de veces más pobre que aquellos momentos presenciales, con tu cuerpo cerca al mío, con las palabras trepidando y entrecruzadas en un diálogo nuestro. No te preocupes, ahora estás en un descanso insensible. Libre. Yo me encuentro preso de ese recuerdo tuyo. Pero la prisión cada vez se hace más cruda por los remordimientos que no me abandonan y se meten dentro como un animal feroz. Debo vivir con eso. Ese quizás es mi castigo. 

lunes, 26 de octubre de 2020

En tus ojos encomiendo mi espíritu


Grazing ball( El grecoview of Toledo), Jeff Koons

 

Esta noche asistiré, como cada noche, al oficio. Siento que hoy es especial porque he tomado una decisión que involucra   a toda mi familia. Desde que decidí hacer parte del reino de Dios aquí en la tierra, las cosas han ido bien. Las depresiones que me asaltaban ya no lo hacen y las personas, como un contagio bueno, me han hecho sentir que todo vale la pena.  Luego, iremos al laboratorio de Iván y tomaremos los ojos que me ofrecieron el año anterior. Y me tomé tanto en meditar sobre esa oferta que involucré a mis amigos más cercanos en ella.

Me siento mejor, la carga que pesaba sobre mi alma de vez en cuando aparece. He lidiado con ella, pero no sé qué pasa. Siento un vacío menudito que llega y se va y deja una secuela duradera pero ya me siento mejor. Mi esposa tiene el secreto para hacerme olvidar de eso y nunca me lo ha dicho a pesar de mi insistencia para que no me deje caer en la ignorancia sobre lo que me pasa. En fin. Mis ojos nuevos habrán de llegar como un salvavidas.

De eso ya me habían hablado otros. Tú puedes ver el cielo sin haber estado en él. Las personas no tienen ese mismo manto que todos conocemos por el trato directo. Las vemos como realmente son, buenas y listas para salvarte si necesitas ayuda. Sin embargo, hay algo que me hace desconfiar. Lo siento en la lectura de los cuentos de Borges o en las distopías de Orwell. En las miradas de la gente encuentro algo anómalo. Nada cuadra. La gente se ríe y me hace sentir mejor de lo que pude estar el año anterior.

Dicen también que los ojos son aproximaciones a otro mundo. He leído teorías conspirativas que hablan del nuevo tratamiento. Tus médicos son científicos que transforman almas en simples cuerpos inertes que no tienen voluntad propia. Mi hermano menor murió hace apenas dos meses y eso fue lo único que pudo sacarme de la expectativa de tener una vida mejor. Siempre he querido el cambio, pero nunca me he decidido. Él decía que los ojos nuevos eran simplemente la mejor manera de controlar el mundo para que no se saliera de órbita como si de un planeta se tratara.  

A veces vienen a mi mente imágenes de las cuales no tengo memoria, ni antecedentes posibles por más que intento recordarlos. Me distraen. Mi hermano una vez me dijo que vigilara mi sombra porque en ella estaba el secreto.

Ayer me di cuenta, pero quiero seguir con el oficio todas las noches y quiero ponerme los ojos nuevos. Quiero experimentar lo que sintieron los miles de hombres que han vivido en la tierra. Es monstruoso, lo sé, porque nadie puede vivir con tantas visiones. Ni la mente más poderosa puede lidiar con semejante peso. Yo lo supe. Mañana podré apreciar con la vista lo que aquellos vieron con el corazón. Mi vida será una pequeñita esfera para ver lo que millones de almas han visto durante toda la historia de nuestra especie.

Podremos recuperar experiencias perdidas aniquiladas con las muertes de los que alguna vez habitaron la tierra.  Por eso debo consagrarme a Dios como mi propósito único. El legado que me han dejado solo habrá nacido en mi corazón. Supe, desde mis más tiernos años, que algo sucedía en mí, diferente, no conocido por los demás hombres y mujeres de este planeta. Me han dispuesto un ejército de amanuenses para que tomen apuntes y escriban lo que el enigma del espíritu habrá dejado en cada uno de los muertos de ahora que fueron vivos ayer y que ahora habrán de contar sus historias.

Pero algo en mi define mi inconformidad. No me siento bien. Lo único que me da ánimo es mi vínculo más fuerte con Dios. Sé que en algún rinconcito de este mundo encontraré el secreto de mi devoción. A veces pienso que mis ojos nuevos hallarán la causa de todo. Sabré inexorablemente las cuitas de mi corazón.  Aniquilare el tiempo con la información de la cultura humana que por temor no podré propalar a las nuevas generaciones. Por miedo de que alguien experimente lo que yo, terminaré declinando la oferta. No lo digan. Remotamente existirá un alma superior que tenga el coraje de contrarrestar el bien con sus actuaciones y exprima el conocimiento y las sensaciones de los hombres para conocernos mejor como especie. No creo en extraterrestres y no puedo concebir que el Dios que me habrá tomado en su regazo para concederme tamaño regalo, pueda explotar lo que sabemos algunos hombres y otros no.

Sé que me han preparado. Sé que sus esperanzas de recuperar el mayor tesoro del hombre recaen en mí. Tal vez fui distinto. En mi interior combaten el bien y el mal como dos guerreros que en cada lance agrietan mi conciencia.  Luego de obtener mis ojos  nuevos, soy consciente de eso, no tendré la libertad que ahora tengo.

Iré al oficio esta noche. Esa es mi preparación para la pequeña gran venganza que planeo. De mi escritorio tomaré el arma y destruiré las intenciones más oscuras que cualquier vida pudiera albergar. Me reuniré con ellos. Dejaré a los muertos tranquilos. Las más bellas sensaciones idas, habrán de quedarse sepultadas para siempre. Que Dios me perdone.

  

sábado, 24 de octubre de 2020

 

Levantar la mirada, el mundo sin Proust

Inverno Na Holanda, Wan Dijk


La noticia me dejó atónito, pero siempre tenía sus libros para seguir disfrutando de sus palabras. A Proust lo leía cada año. “En busca del tiempo perdido” había pasado por mis ojos cientos de veces de donde sus personajes me llevaban a mundos que yo podía ver todos los días. Pensaba en el escritor como quien piensa en uno mismo, ensimismado y orgulloso de sumergirme por esa literatura, pensando que el mundo se repetía cada vez que lo leía. De mi irrealidad me sacaban esas ideas brillantes y la función que tiene todo libro de quebrar el tiempo para que la vida no se agote en su vuelta de los hechos que les pasan a otros y que uno asume como propios.

Por eso esa noticia me quebró a mí. De repente las palabras se hicieron extrañas sin Proust. Pero ese afecto momentáneo yo sabía que era producto del impacto, pero nunca terminaría mi amor por aquel escritor.  Sin embargo, lo seguí viendo cada mañana en la banca del parque, sin levantar la mirada, libre de perturbaciones exteriores que hubieran desviado su atención al mundo más profano posible. Por eso nunca me acerqué, por eso me dio miedo inquietar esa profunda concentración con una charla vulgar como la que yo podía entablar con él. Mi autoestima no daba para tanto, se me hizo imposible acercarme siquiera un poco y preguntarle algo de lo que escribía, quizás una pequeña idea sobre el tiempo o sobre la memoria. Y entonces el maestro me miraría y pensaría que esa pregunta ya se la habían hecho, que un impertinente más, falto de originalidad, iba a sacarlo de su reducto.

 Varias personas se sentaron junto a él. Yo lo veía mientras el empuñaba la pluma y a veces subía la mirada y se quedaba así, con esa expresión de contemplación estática, repleta de una atención contagiosa para quienes, como yo, respiramos las frases de los libros, como respiramos el oxígeno del parque donde, los arboles y el pasto, eran testigos de una nueva creación. Y pensé, si ellos se sientan a su lado, por qué no lo haría yo; me bastaría con sentir su presencia, percibir su respiración pausada, acompañando esos pensamientos indescifrables. Si lo hubiera hecho me guardaría palabras y emociones, atragantaría mi garganta con las ganas de decirle algo.

Pero no era justo que no lo supiera. Podría dejar de escribir, sentiría la levedad de su alma mientras volaba en los aires y remontaría las copas de los árboles y vería el asiento vacío y la señora a su lado luciría como un alma solitaria que escapa de sus circunstancias. De su traje negro y de la rosa roja sobre su saco, se levantarían pequeñas esporas para impregnarlo todo, en tanto yo dejaría escapar mi última lágrima por el duelo de saber que los latidos de su corazón se apagaron. Entonces imaginé que le dije. Mi voz temblaba y no se lo dije. Imaginé también que la vida se le había escapado, que la enfermedad que lo había reducido a un estado indecoroso, quitó su vida y con él se habían ido las palabras de obras futuras que tal vez serían mejores que lo escrito hasta ahora.

Quería seguirlo viendo en la soledad de ese banco del parque, escribiendo, pensando, viviendo las únicas experiencias posibles para un escritor. Y siguió viniendo todos los días, esperando que nadie se sentara a su lado durante la mayor parte del tiempo, aunque a veces sí; quizás un espíritu libre que, por una leve desavenencia de la razón, se posara en ese pedazo de madera y tocara una  de sus  fibras.

Así pasaron varios meses y ellos se juntaron para formar años que se reflejaron como relámpagos en mi cuerpo, que asistía a ese sitio dejando mi alma en casa para acumular mi ansiedad de verlo  otro día.  Y yo sabía que aquellas obras perdurarían en mi memoria, pero no podría compartirlas con nadie. Todo lo que escribió durante ese tiempo sólo alimentó mis especulaciones. Sólo yo podía verlo. Proust siguió pintando las hojas con esa letra enrevesada. Y sus historias iban desapareciendo con el paso del tiempo. La genialidad de ellas volaba cada día, en cada imaginación mía. Y la sombra seguía escribiendo lo que el mundo habría de perderse para el resto de la historia hasta que un día la vida decidió juntarnos. Y Proust siguió escribiendo y yo seguí yendo al mismo parque y las personas continuaron sentándose a su lado.  Y el escritor siguió bajando su cabeza sin mirar a nadie, excepto cuando una brisa o un devaneo de una hoja se levantara para llamar su atención. 

Ahora puedo leer sus palabras. Me sumerjo en las páginas de sus nuevos libros y sigo sintiendo el mismo placer que consumieron mi tiempo y mis energías cuando mi carne se topaba con las cosas. Sé que Marcel Proust seguirá produciendo esas hermosas radiografías del tiempo y yo podré leerlo para siempre.

jueves, 22 de octubre de 2020

 

Cartas a Emma

Tormenta en el mar de Galilea, Rembrandt


Me daba pena verla que todos los días se dirigiera al buzón para mirar las cartas. Irene creía que tal vez, esas respuestas esperadas, algún día llegarían, luego de haber sentenciado sus requerimientos con tanta pasión. A ella la conoció en la guerra de los mil días, como una enfermera que le había prometido volver, luego de un romance furtivo, en las correrías sanitarias por estas tierras agrestes, cansadas de tanto ver muerte. Sus labios se juntaron por primera vez en las montañas, alejadas del mundo y del ruido de las balas que dejaron cientos de miles de muertos a lo largo y ancho de la geografía colombiana. Cada encuentro fue breve, pero en cada uno quedaron las ganas de seguirse viendo, por lo menos por parte de esa mujer sombría, marchita por la nostalgia de querer recobrar lo que nunca tuvo. Tenía algunos pretendientes, pero su personalidad las alejaba. Su acritud fue suficiente para que la vida se le fuera esperando un amor que pudo retrotraerla a esas historias de fábula que leía todas las tardes mientras en la mañana se la pasaba atendiendo   a los heridos liberales por orden de su padre.

Pero Emma se fue un día y tan sólo le dejó una dirección en una pequeña hoja marchita, con tinta demasiado oscura y pegada para descifrase fácilmente. Sin embargo, nunca llegó a sus manos. A mí sí, a mí sí me llegó. Irene continuó con la expectativa intacta de reencontrarse con el único amor de su vida. Le escribió cartas pletóricas de manifestaciones amorosas, incluso quiméricas, idilios inexistentes que en poco tiempo se crean las personas que esperan lo imposible Y en eso creía, en la posibilidad de que, terminada la guerra, estas montañas negras albergaran nuevamente a su querida enfermera y así presentársela a sus padres, sin prever que semejante amor, no podía aceptarse sin más. A su padre lo habían criado los liberales, con ideas avanzadas, que no podrían oponerse a la libre determinación de su hija.  Pasaron los meses y las cartas de respuesta no llegaban, las iba cumulando yo para leerlas como si de una novela por entregas se tratara. De su personalidad me trajeron noticia las historias de George Sand. La veía en esos personajes desoídos y carentes de afecto que manipulaban la suerte con sus desventuras. La percibía más cerca en las novelas de Vargas Vila de modo que a Emma la imaginé fuera de este mundo, atada a un modo de vida cosmopolita, irreal, no adherida a esta tierra ni a esta guerra.

De tanto acumular información pude trazar un perfil de Emma, desconociendo los sentimientos de mi querida Irene. Yo a ella la empecé admirar a través del temperamento y el carácter de mi tía. Deslicé geografías, objetos y actitudes en las letras que leía para no fallarle a mi expectativa. Cada carta era un deseo más de conocerla. Cada frase sucinta, bien puesta entre las palabras atragantadas, era un paso más a la traición definitiva de ocultar las noticias de ese posible reencuentro. Mi enamoramiento se fue configurando paulatinamente, en tanto la desilusión de Irene crecía. Su cuerpo empezó a reflejar la cara de la decepción. Su rostro padecía ya las inclemencias de una enfermedad no conocida. Podría morirse de amor en una época donde éste no existía. Y las muertes sirvieron como telón de fondo a un romance de novela que se hundía en los anaqueles de la civilización, por no tocar las puertas de la miseria.  En mi biblioteca se fueron acumulando miles de cartas durante varios años. Yo las archivé y las empasté a modo de libro de manera que, tal vez Irene pudiera leerlas un día. Ya que mis ganas de seguir imaginando se impusieron al mundo físico. Al misticismo que exudaban mis ansias de que las hojas y la pluma siguieran fieles al tiempo de las ficciones que yo me había forjado, no pertenecían mis sentidos, ni mi tacto, ni mis dedos.  En el roce de un papel o en el deslizamiento de la pasta sobre mi piel sentía un poco de remordimiento, pero mis actos nunca estuvieron a la altura de lo correcto. Y lo correcto para mí era seguir con la ilusión de conocerla.  

Mi tía Irene murió un día, cuando los fusiles estaban a punto de silenciarse por un acuerdo de partidos. Ese pacto no duraría mucho, por los continuos saboteos de parte y parte. La calma no era tensa siquiera, si no una flagrante consideración de seguir la guerra en los campos del país. Allí brotaban los muertos como el arroz, alimentado por la carne putrefacta de la guerra. De mi tierra salían miles de toneladas de grano para el extranjero.  Pero la infelicidad de dedicarme a un cargo burocrático me hizo salir del país.  Yo disfruté de la fortuna de Irene viajando a las capitales europeas. Pero en esas correrías siempre quedaron las cartas de Emma. Mi amor era un cruce de la espera con el reencuentro. Yo las uní en mi imaginación. Emma se convirtió en la única posibilidad de seguir esperando un idilio. Pero realmente mis pensamientos siempre estuvieron con mi tía Irene. Fue mi primer amor. He sentido su presencia desde que se fue, aunque debo decir que nunca se ha ido. Vive en mis ganas de conocer a la única persona que logró conmover esa personalidad enigmática de la que me aferré. Emma es mi tía, yo soy Irene. El tiempo ha terminado por confundir mis afectos y los ha puesto en una composición de circunstancias que lentamente habrá de desatar alguien en alguna historia de ficción o la vida habrá retomado esas palabras escritas en miles de frase sobre un papel rugoso y amarillo para repetir una trama no hilvanada aún.

martes, 20 de octubre de 2020

 

No ahora

                                                                 Támara en la Bugatti


La luna crece. El viento de la tarde baja en ráfagas que amenazan diluvio. El viejo de ruana camina lento por el borde de la carretera estrecha.  Sus pasos desafían la paciencia del reloj. Ellos se acercan. Ninguno de los dos conoce el poder del otro. Una jovencita pasa manejando una bicicleta señoritera con la mano derecha, mientras se acomoda los audífonos con la izquierda. El viejo levanta la mirada y la gira un poco a la derecha. Puede sentir el calor de las almas en pugna, pero no se atreve a mirar más. Unas gotas de lluvia mojan el camino, los pies del anciano se hacen menos hábiles en el asfalto resbaladizo. Han pasado miles de siglos. Ambos aflojan sus ropas y preparan el ataque. La luz termina de abalanzarse sobre el campo. Sobre la carretera afloran miles de recuerdos de los días en que la tierra se había entregado a las furias de la naturaleza. El viejo sigue su paso y se aleja con ese ritmo cansino que los años han coleccionado hasta hoy, cuando estos dos sienten la necesidad de acabar lo empezado. La carretera se parte, el mar a lo lejos cruje como un demonio. Las montañas empedradas se desprenden en rocas que van sepultando parte de este lugar escondido en medio de la nada. El viejo silba. La muerte todavía no lo requiere.

 

 

El chal

La alegre pareja, Julia Leyster


Sé que andan por ahí. Hacía tanto tiempo que no veía estos lugares ocres, llenos de imágenes de muertos que aun viven en mi memoria mucho antes de que naciera un día de julio, en medio del campo. Mi madre siempre me alertó de los hombres oscuros que venían todos los viernes en la noche mientras nosotros departíamos con vecinos y nos tomábamos unas cervezas con músicas festivas, sin darnos cuenta de que en esos momentos se planeaban los más horrorosos crímenes. Nunca tuvimos dinero, la pasábamos bien compartiendo con la gente venida a menos por la pobreza del pueblo metido en las gargantas de esta cordillera malsana. Mis padres eran médicos, curaban las dolencias de los hombres y las mujeres que venían en busca de ayuda. Yo lo recuerdo bien porque eran los días más felices del mundo. Ahora vengo con la piel expuesta de tanto deambular, sabiendo que aquellos hombres impregnados de muerte ya se habrán dado cuenta de mi llegada. Sólo quiero sentir el aire de la tarde sobre mi rostro y encontrarme con la brisa de la noche. El cansancio de la zozobra me despertó un día como un muerto que nació ayer, henchido de todos los males que la nada puede traer. Las puertas siguen altas, esperando las almas que se esconden entre los árboles que vienen bajando de la montaña hacia las calles de este despiste de la civilización.  Las verjas de las casas son como prisiones de ensueño, donde vivieron los días de niños los adultos de hoy con un temor ensimismado y doloroso. Mi alma es una suma de sensaciones violentas, mis pensamientos no pueden encontrar un poco de calma. Sólo la contemplación aliviana la desesperación de la certeza de saberse muerto disfrutando de esos pocos momentos que acicalan un desenlace fatal. Veo la jovencita salida de una lámina replicada por la cámara de la naturaleza. Podría ser hija mía, sus ademanes tienen la familiaridad de una ilusión ida. El sol se esconde, los pájaros cantan sobre las copas de los árboles, mi mente vuela trayendo instantes que se niegan a quedar prendidos para que los coleccione. El día que hui  de estas tierras, huyeron todos. No nos vimos más. Mis padres murieron lejos, mis amigos partieron en busca de mejor suerte. Yo decidí salir para una ciudad grande. Entre mis recuerdos de niño y mis idilios cosmopolitas existen desavenencias. Por eso vine, por eso he decidido transigir con el peligro, trayendo mi cara partida de tanto soportar las torturas de la nostalgia. He vuelto porque al fin he pactado con la muerte. Que los aromas de las flores y el croar de las ranas al final de la tarde alegren mi último aliento. En las líneas de las calles polvorientas parece hablarme un vestigio de mi pasado. Veo ciegos leer una larga leyenda de heroicos personajes extraídos de un libro recortado por la mitad y vuelto a unir con una endeble cinta que mi madre guardaba en la gaveta de la mesa contigua. Porque dormíamos juntos, hablando de todo y estirando la memoria hasta los límites de mis años recortados por la violencia. Siento el sabor de la cebada como un purgante. Nadie me mira. Los viejos pasan por mi lado y algunos de ellos tienen los mismos olores a naftalina vieja, a tela recién destendida de un viejo baúl. Las llantas de los carros suenan destempladas como cuarenta años atrás. Escucho el paso de las botas sobre el piso de la carretera y sobre el cemento se proyectan los hombres oscuros. Sé que la última bocanada de aire habrá de hundirse en mi garganta. Y sé también que vine a morir por un desafío del tiempo que decidí aceptar. Camino. Es lo único que sé hacer.

sábado, 17 de octubre de 2020

 

Soy Woody Allen

                                             Un día lluvioso en Nueva York, de Woody Allen


“La realidad es buena para aquellos que no tienen nada mejor que hacer con su vida” constituye una declaración de principios de un artista que ha consagrado su vida a la creación, con un estilo propio y con una mirada del mundo desenfadada que refleja en ese humor tan citadino de los intelectuales, enfáticamente de los urbanitas newyorkinos, conocedores privilegiados de las grandes obras de la cultura universal. Se pueden contar numerosas frases cáusticas sobre distintos intereses sobre los cuales Woody Allen diserta por boca de sus personajes entre los cuales giran ciertos caracteres paradigmáticos en su filmografía, pero la diferencia de esta propensión radica en la suma de complejos, de personalidades desencajadas de patrones sociales y de estigmas que comprenden las obsesiones, las ansiedades, los miedos y las valentías de este director, una verdadera leyenda viviente del cine actual cuya frescura no sólo se proyecta a través de los nuevos rostros actorales sino de los temas que se tratan en este filme. Sin ser una obra especialmente destacada, tiene momentos admirables.

La razón de ello consiste en que el director se entrega a esta obra como en el pasado lo hizo con sus mejores películas. Los diálogos son confesiones de las cuales los espectadores ya tenemos una memoria fílmica, sin que por ello melle el efecto encantador de sus personajes, que se encuentran forzadamente en cualquier calle de Nueva York. Sin embargo, la fuerza de las conversaciones de aquellos encuentros entre los personajes, le da un realce superior a la película.  Los tiempos son medidos con precisión y marcan ritmos que van incrementando en la medida que el tiempo transcurre. Con la presentación de cada uno de los personajes avanzamos en sendas conocidas, pero siempre expectantes. Esperamos una frase ingeniosa sin temor de tedios eclosionados de su cine previo. La expresión de sentimientos se subsume por la situación. Por eso las frases que pronuncian esos personajes atormentados por su vida cotidiana, no parten la película entre los acontecimientos y lo qué logran decirles a sus contrapartes.  Gatsby intepretado por Timothée Chalamet es una proyección juvenil de Woody Allen. Ese vagar por la vida sin rumbo y consciente de su superioridad intelectual lo allega a experimentar explosiones críticas de personalidad que lo hace replantear aspectos de su vida complejos pero que se pueden resolver llanamente con una situación consuetudinaria. Los personajes “sencillos” como la prostituta rubia que acompaña a aquel al encuentro con sus padres, ofrece algo de equilibrio ante tanta carga emocional contenida en ese jugador de póker y aspirante a artista, pero sin convicción para lo académico. La confusión de la vida y del embrollo de relaciones en las que se mezcla escenifican la vida del director. Su entorno es el mismo que ha retratado toda su vida; las personas que se encuentra en los cafés de su ciudad, son una transparencia de su habitual estar en el mundo.  Con Su novia Ashleigh, Gatsby ha construido una vida forzada. El llamado de su alma gemela es un llamado de las circunstancias por sí mismas. El forzamiento de afectos conduce a la infelicidad. La sensualidad de Allen, permea las calles, pero aún más, permea los temores de encontrar el amor. Este no es una construcción de la voluntad humana sino una suave brisa que viene bajando hasta encontrarse un día con la persona indicada en cualquier recodo del camino.

Esos encuentros memorables tienen su punto culminante con la madre de Gatsby. Ella le da una lección contándole de su vida pasada, antes de conocer a su padre. Ella había trabajado en los escort newyorkinos y le dice que no hay necesidad de mentirle a sus padres para agradarles. En eso Woody Allen muestra su sabiduría como artista al tensionar las situaciones para exprimirles lo mejor, una frase memorable o una lección existencial que pueda convertirse en una guía para alguien.   Y de su encuentro con el personaje de Shannon, la hermana de su antigua novia, Gatsby aprende que las relaciones se decantan solas por la similaridad de gustos y de apetencias personales. La libertad de la vida se apuntala en las decisiones que se toman. Se  la cambia  en la medida que se puedan dejar ciertas cosas. De los momentos sublimes cada uno se adueña o cada uno lo magnifica de acuerdo con su propia sensibilidad, como la canción interpretada por Gatsby al piano, mientras la antigua niña la escucha y recuerda a su cuñado diferente. En la Nueva York de Woody Allen, los momentos febriles deben aflorar en personajes que exploran las calles en medio de esa lluvia, que en esta película no es un mero decorado si no un personaje más. El más destacado, no sólo por el nombre si no por la reclusión y la exposición de temperamentos a cuya sombra, los hombres y las mujeres que las habitan, desafían para lograr vivir sus vidas que estén a la altura de la Gran Manzana.

“Un día lluvioso en Nueva York” es una enseñanza. Es un canto a la individualidad como lo ha proclamado Whitman. Y en este bosque de hombres, de follaje denso, tenemos la posibilidad de encontrarnos un día, con otros seres afines, pero especialmente con nosotros mismos.

viernes, 16 de octubre de 2020

 

El reflejo

Jorge Abel Carmona Morales


Fuente de los tritones en el jardín de Aranjuez, Velásquez.

Sé que todos están ahí. Los siento deslizarse únicamente con sonidos y una estela imaginaria que proviene de cualquier dirección se desplaza sin fuente reconocible. Sé que alguien está muriendo y siento un peso del cual es imposible deshacerme pero que me aprieta como si una enorme roca hundiera mi pecho. Ayer, la desgracia vino a mi mente en forma de pensamiento. Esas ideas atacan mi tranquilidad con ciertos matices, con ciertas intensidades capaces de robarme la sosegada vida que llevo dentro de algo. El desespero que me embargó no me soltaba desde la mañana y al llegar la noche ya era incontrolable. El derroche de protección luchaba por no quedarse en el limbo, pero también se desprendía de todo como si quisiera huir definitivamente de una atadura autoimpuesta. La voluntad que había en ello podía despuntar cualquier obstáculo y así llegar hasta los límites de lo impensado sin tener la más mínima noción de aquello. Y volaba en busca de auxilio, pero en la distancia nadie respondía, ni siquiera el silencio de sentirse solo en medio de tanto. Ese llanto del abandono buscaba reconciliarse con su propia incomprensión de algo. Y arriba se erguía una presencia simultánea que salía de cualquier sitio si hubiera referencia para medirlo. Pero la ubicuidad en el mundo de lo incomprendido puede ser una declaración de extravío. Me dieron ganas de abalanzarme en cualquiera de los sentidos posibles, sin omitir el hecho de que no es posible encontrar lo que no tiene lugar. Y mi lugar estaba en la preocupación de la presencia no localizada. La ausencia se hizo prolongada, el vacío de sentir que falta algo no tiene referencia alguna. El miedo aparece por cualquier parte, los peligros de encontrar algo sólo residen en la certeza de no tener nada. Imagino que deambulo con ideas potentes, pero no comprendidas mientras el tiempo labra una nueva manera de llegar a algún lado. En una chispa de esto que trasiega sin rumbo, algún día lloverá una nueva era. Por ahora sueño con darle forma a lo que pienso. Sé que hay alguien por ahí que sufre y no sabe dónde ni cuándo sentirá algo diferente. Las cosas son iguales, los tiempos no tienen lugar, los sentimientos recorren al mismo tiempo todos los lugares. Sé que existe la sensualidad y sé también que alguien habrá muerto por ella bajo el abandono de sus propios temores en la proyección de otro. Lucho por hallar la forma correcta de todo ello y sé que, al acumularse sobre mí, le estaré dando esperanza a todos los que pelean por salir de su propio túnel. La claridad y la oscuridad son el medio de los afectos. Pero si algunos de ellos, sacian los deseos de seguir viviendo la incertidumbre de tenerlos por siempre me desvinculan del mundo. Puedo estar en el lugar de otro y sus ansiedades pueden sentirse a gran distancia de aquí. Con este espacio de tiempo no medible pasamos todos. Estoy en algo y en alguien y ellos están dentro. Lo sé todo. Estoy en construcción en el interior de un número indeterminado de seres que no pueden encontrarse.  No hay nada que tenga la cualidad de esconderse. Ni recodos ni perspectivas claras tienen la preocupación de no ser descubiertos porque las sensaciones viajan descubiertas para que todos las percibamos. Pero la inferioridad de uno de esos sentimientos desborda mi sosiego. Alguien espera y alguien persigue la necesidad de proteger. El imperativo que tiene el vínculo no adolece de la incomprensión. Solo la intuición de buscar aquello que se ha perdido nos mantiene conscientes. El sueño es inferior a la vigilia porque en esta se mezclan los sueños y la naturaleza óntica del mundo. Dormimos para reponer fuerzas, pero despertamos para sentir que el cansancio es uno más de los múltiples sentimientos de abandono. Pienso la idea de la perfección, pero en ella abandono mis ganas de pensar. No necesito entender lo que ya está resuelto. Soy la idea misma, sin cualidades, sin determinaciones.

viernes, 25 de septiembre de 2020

 En la mañana no

Jorge Abel Carmona Morales

"Autorretrato a los 26", Durero


La distancia entre los dos ya nunca pudo zanjarse porque ni a él le gustaba rectificar y a mí, el esfuerzo para hacerlo me provocaba una terrible insatisfacción. Como todo. Los últimos años, he tenido un temor no muy enfático de emprender algún tipo de empresa, por más leve que sea. Cada circunstancia, me parece, carga con un peso que el mundo ya no soporta. No es que me importe mucho, pero si sigo vivo, es porque algo hay en él que me permite aferrarme, a las cosas y a las personas como si fueran el último aliento de aire en mis pulmones. Lo vi varias veces. En el terminal, en el aeropuerto, en la carretera, en las cafeterías, en mis sueños, pero nunca tuve el valor de dejar mis ansiedades atrás. Nunca quise acercarme para no entablar ningún tipo de intimidad, luego de un rompimiento como el que tuvimos.  Nuestra amistad había soportado las más duras pruebas a lo largo de tantos años, en los que el fracaso rondó nuestras vidas como una ciega costumbre, ensañada en seres solitarios, amantes de los libros y lo suficientemente convencidos de sus cualidades intelectuales como para enfrascarse en arandelas afectivas que parecían rebajar nuestras rutinas. Cuánta devoción encontrábamos en aquellas discusiones, llenas de frases certeras, escogidas de algún pie de página inmortalizado por algún literato. Pero aquella vida sumida en las precariedades más grandes, atiborrada de inexistencias y de dramatismos no confesados pero latentes, me producía una impresión existencial tan profunda, en medio de tantas obviedades de vida, que terminó por ganarse mis afectos. Yo sabía de sus pequeños detalles, cuidados, pasmosos detalles que él guardaba en su memoria   a pesar de que mi sagacidad había dado con ciertos motivos que por personales jamás me atrevía a vulnerar. No podía decirlo, mis palabras dudaban ante la posibilidad de herir susceptibilidades tan próximas a las mías. De esa enorme autosatisfacción de superioridad no quedaban las más pequeñas huellas ante las diatribas que mi amigo experimentaba a diario. Su grandilocuencia, era evidente ante públicos enternecidos o atónitos, pero sus vacíos afloraban sin mucha presión. “De qué me sirve el respeto y la admiración de los otros, si mi vida está sumida en la más completa desdicha”, pensaba. Sus precariedades económicas no se condecían con tanto talento. En el fondo todo era miedo. Ese que se desplegaba ante la asunción de ciertas responsabilidades que gestionaba con la mayor elocuencia posible, pero de las cuales, se desprendían esfuerzos polivalentes que su silueta existencial no estaba dispuesto a enfrentar. La última vez que lo vi, caminaba las calles friolentas de una ciudad acostumbrada a un ruido lastimero que hacía de la gente meros mobiliarios. Eran como muertos en vida que luchan por ganarle un mendrugo de pan al comercio. Mi amigo, miraba las vitrinas con cierto desconsuelo, añorando prendas y cosas, pero pensando el mismo tiempo en un amor lejano, que alguna vez dirigió sus ojos a él, sin mucha convicción. Toda su vida era un conjunto de ansiedades maltrechas que habían quedado en frustraciones constantes. Cada experiencia amorosa no duraba lo que dura una pequeña flor, pero duraba para siempre como si el mundo cupiese en unos pocos segundos y su piel se hubiera transformado en un ser etéreo, carente de materia. Sus días eran eso, una transformación incesante de pequeñas mentiras que se contaba para no morir de decepción. Todo lo que le pasaba a él era único, pensaba, pero lo que les pasaba a los otros, no tenía relevancia. No obstante, esas cosas sencillas para otros, eran experiencias inalcanzables para él. Yo sabía del sufrimiento, lo podía percibir en cada uno de sus ademanes. La calma, amasada a fuerza de perdurar en el engaño de su grandeza, se fue haciendo cuerpo. Lo vi de lejos, me fui apartando de aquella existencia al ritmo de un pequeño vehículo que manejaba otro. Yo prefería disfrutar del paisaje sin entretenerme en eso de conducir una máquina.

Luego no lo vi más. Sabía que estaría pensando, pero, sobre todo, cargando con el peso de su existencia. Porque para él, la respiración era un cúmulo de aire cargado de fastidio mezclado con un poco de esperanza. Pero eso era lo peor, pensé. Ese resquicio de esperanza no terminaba por convencerlo de radicalizar su vida. De apostarle por fin a un esfuerzo o de apostarle a nada. Yo sentía lo mismo, pero mi brillantez intelectual se quedó en las márgenes. Nunca entré, por una especie de miedo también a círculos que me permitieran afilar mis gustos. Terminé sumido en la más artera mediocridad intelectual. Solo salvan mis actitudes el profundo amor por la lectura y el placer de leer ciertas obras, que, a fuerza de escucharlas, quedaron plasmadas en mí. Ahora vivo solo. El pequeño fantasma convive conmigo, me aterra, pero se escapa cuando intento explorar racionalmente aquellas leves percepciones. Sé que mi amigo habita mi casa, lo veo en cada una de las paredes que cubren mi cabeza del mundo. En las noches, cuando un viento helado rodea mi cuarto, siento un aliento lejano. Me absorbe por unos breves segundos, pero el frío de la noche atempera nuevamente mi razón. Sé que estará luchando con el sueño y habrá sucumbido al insomnio como cada vez. Y el día será un lento comienzo para la desesperación. Su fantasma deambulará en mi casa mientras el recuerdo perdure. “Mañana. Si mañana”, se dirá sin convencimiento de nada. Y yo habré remontado la noche con un tranquilo sueño y en la mañana, un intermitente recuerdo me adornará, sabiendo que el pequeño fantasma de mi amigo recorrerá mi vida.

 Las orquídeas rojas

Jorge Abel Carmona Morales


                                                 Jugadores de cartas(1594), Caravaggio

Carlos giró la cabeza por debajo de un hilillo de luz sin que sus ojos tuvieran tiempo de cerrarse nuevamente antes del siguiente parpadeo. La cadencia de su cuerpo se acompasó con el suave bamboleo de un diente de león solitario que desde la izquierda bajaba en ángulo hacia la derecha de la carretera.  Justo antes de posarse definitivamente sobre el áspero asfalto, la mano izquierda de Carlos se ahuecó y el pétalo tocó la piel helada por la lluvia que ya se había desbordado hasta que aquel terminó por deshacerse. Adentro estaba esa opresión fuerte y afortunadamente fugaz que le dislaceraba el pecho desde hacía tanto tiempo.  Decidió caminar en medio del frío de una noche extraña, empujando las piernas como quien avanza con un peso enorme mientras las pequeñas naves aerodinámicas reflejaban su pintura gris sobre las ventanas metálicas de los edificios. Con un poco de nostalgia recordó la callecita de una manzana encumbrada en una ladera metida en las gargantas de una ciudad acostumbrada a la vida nocturna. Pero esta noche no. Esta noche la memoria se tomó sus pensamientos y los moldeó a su antojo. Añoraba el croar de las ranas en el crepúsculo de la tarde, le mordía la conciencia la luciérnaga que había aplastado una noche en cuanto sus padres se habían descuidado preparando el almuerzo campestre. Sus padres eran ambientalistas, pertenecían a una estirpe de hombres que habían jugado con objetos artesanales y preparados para que los niños compartieran el mundo y lo tocaran como se toca el agua para sentir la ilusoria textura de sus moléculas.

A veces tenía recuerdos espontáneos de edificios gigantescos que crecían hacia los lados, pintados con colores claros y por dentro estaban adornados con un mobiliario antiguo. Venían a su mente una alberca clara y un estanque oscuro en medio de un césped muy corto de donde despegaban los cisnes que nadaban en sus aguas como si fueran humanos que disfrutan de una tarde de ocio. A su mente se venían la suavidad de una piel, el aroma floral de un jardín y el sonido incontaminado de las noches de estío que estaba acostumbrado a vivir, solo, en esa soledad autoinfligida como quien toma una vasija de agua y la riega sobre su cabeza.  Pero el recuerdo más nítido era la orquídea roja. Pululaba en su mente como un cuchillo hundiéndose en un trozo de mantequilla vieja. Su fuerza había controlado las noches y algunas horas del día de modo intempestivo, sin tener un poco de piedad de aquel hombre atribulado por sus demonios. Ese hermoso espécimen, con su contorno de formas redondeadas por el tiempo y el agua, llegaba para quedarse hasta que la manía de repetirse terminaba por robarle la calma.

Tenía la sensación de que todo el mundo lo había visto alguna vez en alguna parte o en algún tiempo olvidado por los relojes, pero no en este, porque ahora sentía que no era de ningún lado, menos ahora que los recuerdos se intensificaban con cada aliento, con la suavidad de las formas y de los aromas que llegaban de súbito, cuando el sueño se había hecho menos difuso en la vigilia de todos sus días. Pensó que los hombres y las mujeres que andaban a su alrededor eran viejos conocidos con los cuales solo bastaba un gesto o una mirada para agradecer por su presencia. No era el caso, nadie lo reconocía, ni siquiera las personas cuyos rastros se enfatizaban con más fuerza en su capacidad de reconocimiento.  Atendía a los clientes con la misma familiaridad, pero también con esa desazón que brinda el desconocimiento, la lejanía de no poder intimar con nadie. En cada noche siempre tuvo deseos de hablar. Era como si todo lo que tenía por decir finalmente se quedara atragantado en la boca.

De tantas cavilaciones, las ideas se fueron confundiendo selectivamente hasta que un día pensó. “He olvidado mi tiempo y mi esencia. Los siglos habrán dado, por azar, con este recuerdo. No soy yo el que piensa si no el recuerdo de alguien que me ha transportado a través de los años hasta un año cualquiera”. En esa convicción decidió basar la búsqueda de su sentido en el mundo. No creía en la felicidad, pero si en la posibilidad de entretener la propensión a la infelicidad que habita en cada hombre. Para él, la orquídea roja era el signo de aquella búsqueda infinita. En todas las personas que tuvieran contacto con él estaría una mínima porción de esa felicidad perdida. Sentía que en un siglo extraviado en los confines del tiempo se encontraba un pequeño rastro de su naturaleza.  Su misión era esa. Calmar esa curiosidad existencial que se clavaba cada vez más en su pasmosa frustración.

 Una noche o quizás miles, habían forjado un recuerdo. En la barra del bar, una mujer blanca se había quedado mirándolo, como quien mira un rostro habitual. En la solapa de su abrigo, brillaba el color rojo de esa orquídea que aparecía en sueños y a veces en la realidad.  Otra noche, o tal vez miles, la misma mujer lo miraba de reojo, con esa expresión que tiene un cómplice luego de una experiencia común. Esa mujer resplandecía en medio de las luces del bar con el color azabache que tienen algunas mulatas de los valles andinos, mientras olía tiernamente la orquídea roja. Decidió decir las palabras que tanto había maquinado para expresarle lo que su memoria había construido. A su mente venía la alberca, el estanque y los cisnes, como en la antesala de un viaje de campo, con amigos vestidos con trajes típicos de un siglo anterior. La mirada en el agua, los pantalones manchados por la hierba, y los hombres coqueteando con las mujeres en un tono familiar ambientaban el momento. Jamás podría igualar esa manera de referirse a ellas. No tenía habilidades sociales tan marcadas. Nadie las tenía, las habilidades sociales se habían recluido en las cuatro paredes de apartamentos aéreos, donde la soledad y la huida de la gente se convirtieron en la mejor manera de huirle al peligro de hablar con los otros.  Tal vez hablando con la dama de la orquídea roja pudiera acompasarse con lo que era. En este cuerpo y en este recuerdo, vivían dos almas que contrastaban por el efluvio de sensibilidades encontradas que a veces convergían en el pensamiento. “Eres un hombre de otro tiempo que se ha escapado de su casa para vivir una vida que no le pertenece”, dijo. Pero las palabras iban y venían sin terminar de reafirmarse.

Comprendí que la vida actual, era la proyección de un tiempo diferente, a la cual pertenecía y ahora se confundía con un sistema de creencias distinto, poco afín a su manera de ser. No su pensamiento ni sus deseos correspondían con las aspiraciones de la gente. La necesidad de departir con una voz que vibrara en las paredes del espacio como cuerdas largas que permanecieran en los oídos, se le hacía imperiosa, casi como una premisa. Qué solo había estado estos días, no porque la ausencia de contacto le molestara, si no porque su nueva conciencia se había emancipado de un largo sueño. “Yo no soy esto”, pensaba. Pero lo era. Las aspiraciones que de niño tenía, solo parecían viejos relatos de un siglo de exploraciones y de colonizaciones devastadoras con las cuales no cohonestaba. El vino blanco lo despertó de aquella perplejidad. Y lo tomaba con el deleite de un sediento que ha errado por el desierto sin hallar a nadie durante semanas. “Tu misión ha sido cumplida, has ayudado a unificar el paso de los años para que una nueva cultura reine en todas partes”, escuchó en algún lado. O lo soñó, pero ahora no distinguía en cuál de los muchos estados estaba.  En el alba la rosa roja brillaba menos, pero sus deseos de abrazar a aquella mujer se hicieron más grandes. Quiso demostrar todo su afecto en esos brazos de ámbar que dejaban su espíritu abocado a una confesión. Ella no estaba. Por eso no supo si su noche había sido un despliegue de amor o un largo sueño convertido en recuerdo.

“Ahora he de morir”, pensó. Dejaré este mundo en cuanto mi cobardía de enfrentar el dolor pase. Sabía que morir no era su mayor preocupación porque se había dado cuenta de que los hombres no pertenecían a ningún lugar y menos a un tiempo cualquiera. Habían sido elegidos con precisión para cumplir con una misión de la cual no tenían idea. Sus más mínimas actitudes estaban equipadas con efectos inconscientes que sumadas a los millones de almas que habitan una época y un espacio iban forjando. Lo propio del mundo era la inconciencia. Cada palabra era la elucubración de un motor imperturbable que tenía un propósito. El suyo ya estaba hecho. Qué sacrificio tener que sacrificar un pequeño momento de felicidad siquiera por toda una época de total extrañeza. Por eso se iría con la humillación de entender que aquello que les pasaba a otros había sido fijado por pocos y parte de eso,  pertenecía a un juego maniático sin límite.

 

viernes, 11 de septiembre de 2020

 

Mi sueño de Sócrates

Visión de Apocalipsis, El greco


 Al maestro lo vi por fin luego de mucho tiempo de buscarlo en los libros. Ahora, de frente, venía caminando como si quisiera decirme algo, con piernas reales, con cara rosada y con la respiración agitada. Con cuánto fervor seguía sus lecciones, sin admitir la imposibilidad de hablarle. Esa noche me quedé dormido, sobre la pequeña cama donde reposaban varios textos que había venido estudiando para mis exámenes. Soñé que las letras tomaban formas humanas, arrasando con los hombres y mujeres que aparecían en una autopista y yo omnisciente, seguía detrás del vendaval mientras en la distancia se iba invisibilizando la cara de Sócrates.  Esa misma noche confundí las cosas con el sueño, las formas me tocaban como en un espacio de realidad materializada por las sensaciones.  Lo vi meditar al lado de un ánfora sobre una mesita de piedra donde yacían unos cuantos manuscritos ¿Quién dijo que el maestro no le iba escribir? Solo el tiempo esculpido por la mano del hombre sabe por qué los pensamientos de un sabio no quedaron plasmados en algún papiro o en alguna tela del siglo IV. Sin levantar la cabeza del texto, entendí que sus reflexiones no podían aprehenderse con la mirada, que sólo la mente de alguien que vive bajo la pesada carga de la inteligencia, puede colegir. Era bajo, su barba daba con la mesa, su cabello rizado se definía desordenadamente por el aire. Un esclavo, luego de reverenciar al maestro había entrado en ese recinto espacioso, sin mirarle al rostro. El trato fue cordial, pero conservando las distancias. Bostezó y en ese gesto tan sutil, comprendí que la realidad también puede ser un amasijo de las maravillas que desprende la naturaleza humana. Tenía el cuerpo cansado, la túnica caída y el cansancio metido en el pecho como quien espera morirse para no regresar jamás. Esa inmortalidad del alma sólo parecía vivir en los pensamientos de Sócrates. En unos momentos habría de partir a su cita con el último aliento de vida que sus contemporáneos le organizaron para que el suicidio no fuese tan fuerte y la agonía no durara tanto. Recorrí con la mirada una efímera biblioteca que en unas horas habría de pasar a otras manos.  Sus movimientos eran débiles, pero reflejaban el juicio de quien ha vivido la vida sin arrepentimientos.  Lo vi escribir, su letra descorría por la tela como si estuviera caminando libre, como si por fin arrojara un bocado atrancado en su garganta durante muchos años. Pensaba. Empezó a decir las palabras, con una voz estentórea pero bien manejada. De su oralidad me quedaron algunas ideas que yo había imaginado en los diálogos de su discípulo. Pensé que un hombre al que conozco referencialmente no podría tener voz. Que su voz eran las palabras dictadas a la luz de un candil para que hombres y mujeres de muchas generaciones leyeran, pero no tuvieran el más mínimo asomo de la corporeidad de un genio. Se levantó de su asiento para recorrer aquel recinto de piedra blanca, contando las palabras, mascando las letras para acomodarlas en la mente y en la lengua.  Afuera se escuchaban los pasos de una multitud. Los gritos subían por los tragaluces como si el fantasma de Sócrates viniera con ella. Quise tocarlo. Estaba temblando. Supe que los sabios también tienen miedo y que su fuerza emana de aquel y evitan mostrarlo lo mejor que pueden, pero, la mortalidad no tiene ningún rastro de pudor. Una lágrima desdeñosa quiso rebasar la tela, pero el llanto desbordado terminó por vencer ese rostro pétreo. Sentí que la jovialidad que había imaginado en él se había roto. Esa expresión de viejo asustadizo, contrastó con la fortaleza de las palabras que Platón le había puesto en la boca. La puerta se abrió, dos soldados entraron a la habitación, lo tomaron de los brazos, pero el maestro les pidió calma. Salieron. En unas pocas horas, la muerte haría ese aciago papel que apagaría los ojos de un hombre por toda  la eternidad.

jueves, 10 de septiembre de 2020

 

Los comensales

Jorge Abel Carmona Morales

 

El 2 de mayo de 1808 en Madrid


Calor. La señora de las gafas grandes y negras acaricia a su pequeña nieta, supongo yo. El hombre que ayer se sentó en la misma mesa de hoy, pide un tinto a una de las señoritas que atienden allí. Mi amiga no llega pese a que ya la he llamado por teléfono para recordarle nuestra cita. Miro hacia afuera y la lluvia aliviana un poco la espera de mis ojos. Las gotas rebotan unos pocos centímetros; los caminantes aceleran sus pasos hasta llegar justo debajo del alero de este lugar. Atrás está mi amigo con una jovencita, que lo escucha sin parpadear, creo yo, mientras él le cuenta, seguramente, una de sus muchas historias graciosas que mezcla con alguna anécdota de su querido Dostoievski. Justo delante de mi mesa, el señor, que, en otro tiempo, no muy lejano, fue mi compañero de escuela, hace de padre comprensivo; sus dos hijas, parece, son dos hermosas mujeres que podrían ser hijas mías, aunque de eso no puedo estar muy seguro. El tipo tiene un aire familiar, aunque no pueda recordar detalles de nuestros ratos juntos, excepto la cordialidad que siempre recuerdo, tiene.  Pienso en el paso del tiempo, en los años que se han ido y han apagado mi memoria hasta fragmentarla sin poder armar un cuadro completo de mi vida pasada, al menos en ciertos momentos. Al costado derecho hablan dos muchachos de literatura, exactamente de poesía y digo muchachos, aunque sus facciones ya denoten rastros de cuarentones empedernidos que huyen de la vida o se apegan a ella, esquivando parámetros sociales de productividad natural. Pero lo natural en ellos es sacarle unos créditos al ocio para seguir con su vida hasta que algo llegue, tal vez la muerte, pero sospecho que esa no existe para ellos. Se han acostumbrado a que la vida siga sin novedades que morirse no es algo que pueda pasarles a ellos.  Y creo que yo alguna vez fui como ellos o lo sigo siendo, aunque no sé si lo estoy ocultando para los que ahora me quieren. En mi costado izquierdo la mujer de baja estatura, de cabello negro y de mirada retráctil apenas me saluda con una expresión de los labios que ahora recuerdo bien. Está siempre sola o casi siempre hasta que un hombre de apariencia que parece contrastar la personalidad de ella, se sienta a su lado. Conversan unos cuantos minutos. Pero él sale pronto, en medio de esta llovizna pertinaz. Unas cuantas veces hemos hablado, dice poco y muy pausado, pero cuenta cosas que no le he preguntado. Tiene la hostilidad sutil de quien añora una nueva vida, su frustración es una resignación cansada pero amorosa, propia de quien ya tiene afectos ganados y denota mucho de lo que nunca hizo. Leo un cuento. Mi amiga no llega y creo que no llegará. Allí está mi amigo a quien le hago un gesto para que se acerque. Se sienta. Una señora se sienta también en una de las mesas desocupadas, porque allí o se acomoda uno solo o no se acomoda y cuando uno comparte mesa se siente vigilado. Ella habla con su hijo, un muchacho con un defecto físico que no le permite caminar. Lo lleva a todas partes en una silla de ruedas. El cuerpo de ese muchacho es demasiado pequeño para no parecer un niño y demasiado grande para una señora sola. La muchacha de la mesa contigua mira esa escena con ánimo compasivo. Es lástima. Las mujeres tienen una percepción muy agudizada para detectar el sufrimiento de otras y sienten que lo que le pase a una les pasa a todas. Empezamos a discutir. Yo me exalto, pero me calmo pronto. Mi amigo levanta su voz grave y todos nos miran, especialmente los dos hombres que retuercen un poco el cuello para censurarnos con esa mirada, no sé si de envidia o de odio. Ambas cosas supongo yo.  Pienso que las discusiones con los amigos míos nos dejan mal parados. Mi vacío se amplía con cada palabra que emito o con cada subida del tono de voz. Prefiero seguir mirando y aplaco la ira. No puedo recordar las palabras. A la cafetería entra el anciano con una carpeta transparente y se acerca. Invita un par de tintos y empieza a compartir sus aportes, pequeñas pildoritas que amenizan un poco el día. Su ánimo es jovial y su edad lo hace más fresco. Faltan personas que frecuento en este lugar. Algunos han cedido su placer de conversar a sus obligaciones laborales que en estos casos son hijas de la enseñanza.  Pienso en mis profesores de escuela y en los de colegio. Ese halo de grandeza que yo tracé sobre ellos lo comparo con mi trabajo de hoy. Queda el recuerdo, pero mi actitud realista de ahora me acerca a esos seres inmortales que ahora no encuentro del todo. La vergüenza es un sentimiento que abruma mis días como el paso de estos por el cuerpo que ya se empieza a poner achacoso. Cuánto tiempo ha pasado, cuántas cosas se han ido sin aprehenderlas. Siento que en las caras de mis viejos amigos se va yendo mi propia vida. Entra el profesor con sus gafas de intelectual novel. Yo lo saludo, pero mis palabras se escapan con el viento que entra al recinto. Mis especulaciones sobre él resultan ciertas y el resentimiento entre ambos se ahueca aún más. Esa vieja tenue amistad se ha fundido para siempre con mis necesarios olvidos. El señor jubilado de atrás me mira de soslayo, su bozo oscuro, su estampa firme y su amabilidad, nunca encontraron recepción en mí. Ahora viene mi amigo fracasado, se sienta, pide un tinto y ofrece uno a cada uno de nosotros, pero yo sistemáticamente rechazo su invitación. Hablamos de todo, hablamos de esos temas que a mí rápidamente me aburren. Tanta información y tan desconocida para mí hacen que él siga hablando como a propósito para ganar en algún momento mi atención. Siento un vacío por dentro que me hace escapar. Pido la cuenta y pago. Me voy. Camino por la calle mojada mirando las vitrinas y los vendedores ambulantes. Me empiezo a sentir mejor mientras aligero mis pasos. Mañana seguramente estaré allí, en esa cafetería donde me soportan, aunque yo no soporte a casi nadie.